BREVE APROXIMACIÓN
AL TEATRO DE CARLOS ALSINA
Por Nel Diago
No todo es Buenos
Aires la de los ojos abiertos
El
embudo o sea, según el tucumano Carlos María
Alsina: la ciudad y puerto de Buenos Aires. No es mala imagen para
calificar a la Capital Federal. Al fin y al cabo para el porteño
el mundo entero se divide en dos unidades perfectamente establecidas:
el interior (el resto del país) y el exterior (el resto del
planeta). Un exterior que confunde habitualmente lo argentino con
lo porteño; y un interior que sólo trasciende lo regional
cuando obtiene el beneplácito legitimador de la gran urbe.
Así ha sido desde los tiempos de la Colonia hasta el presente.
Y el campo teatral no escapa a esta tendencia. Visto desde Europa,
el teatro argentino es el que se realiza en Buenos Aires; y si alguna
vez nos llega una voz del interior (pienso en Venecia)
es porque previamente ha triunfado en la ciudad del obelisco.
Sin embargo, en estos
tiempos de globalización y de Internet, parece que las cosas
están cambiando a pasos agigantados. El centro se diluye
al tiempo que las periferias comienzan a valerse por sí mismas,
sin intermediarios. En este sentido, el ejemplo de Carlos Alsina
es significativo. Como director de escena ha realizado, desde 1983,
una gran cantidad de puestas, repartidas entre Argentina (Tucumán,
Mendoza), Italia, Suiza y Brasil: ninguna en Buenos Aires. Y como
autor dramático sucede casi otro tanto, sus textos se han
montado en Italia, en Alemania, en Cuba, en Ecuador y en gran parte
de la geografía argentina: Tucumán, La Rioja, La Pampa,
Jujuy, Mendoza, Misiones, la provincia de Buenos Aires
Pero
sólo uno, El sueño inmóvil, pieza
que obtuvo el Premio Casa de las Américas, se montó
en la Capital Federal (en La Ranchería, si no me engaño).
Es más, en el momento de redactar estas líneas una
de sus obras más difundidas, ¡Ladran, Che!,
está a punto de iniciar una gira por España (arranca
precisamente en la Sala Palmireno de la Universidad de Valencia),
en un montaje realizado en Tandil por Marcelo Jaureguiberry. La
obra, no obstante, se desconoce en Buenos Aires, como todo su teatro.
Hecho que, por otra parte, no parece que inquiete demasiado a nuestro
hombre. Cuando ganó el Casa de Las Américas, en el
96, en Buenos Aires sólo se tenía noticia de una obra
suya, Limpieza, publicada en el 88 por Torres Agüero,
con un prólogo de Roberto Cossa, y sin embargo El sueño
inmóvil fue distinguida por un jurado internacional
(Pilar Romero, de Venezuela; Héctor Quintero, de Cuba; y
quien esto suscribe), entre un conjunto de más ciento treinta
obras procedentes de toda América Latina.
Sí, es evidente,
las cosas ya no son como antes. No lo son en España, donde,
por obra y gracia del Estado de las Autonomías, cada día
resulta más difícil tomar la parte por el todo y calificar
sin más de teatro español sólo al que se hace
en Madrid (lo es, pero por ser madrileño). Y parece que también
en la República Argentina los rumbos son otros. Doy una prueba:
todavía en 1999 (aunque me consta que su redacción
fue muy anterior) el crítico Osvaldo Pellettieri publicaba
en España (Art Teatral, nº 12) un excelente y documentado
artículo con el título "La dramaturgia argentina
en los últimos años"; un año después,
en el 2000, una segunda versión de ese trabajo aparecía
en Las puertas del drama, revista de la española Asociación
de Autores de Teatro, bajo el rótulo "Situación
actual de la dramaturgia porteña". Los nombres y las
tendencias retratados son, en ambos casos, los mismos. Pero en el
segundo, Pellettieri, que no en balde se halla embarcado, como director,
en el ambicioso proyecto de trazar una historia teatral argentina,
perfiló más su propuesta. Finalmente, lo porteño
es argentino, pero no deja de ser porteño; y hay otras formas
de ser argentino.
Ahora bien, con las
matizaciones que se quiera, nos consta que existe una dramaturgia
porteña. Nos consta, también, que esa dramaturgia
se irradia hacia el exterior y hacia el interior del país
y deja su huella inconfundible. Menos evidente se nos antoja, sin
embargo, la existencia de otras dramaturgias argentinas: la tucumana,
la cordobesa, la mendocina, la jujeña
¿De verdad
las hay?, ¿de verdad son distintas? Lo desconozco. Pero lo
que sí tengo claro es que la obra de Alsina sólo puede
entenderse cabalmente desde Tucumán.
Macondo es Nueva
York
Otra frase
que suele emplear Alsina: "Comparada con Tucumán, Macondo
es Nueva York". Parece un chiste: no lo es. Al relacionar su
ciudad con la célebre población inventada por García
Márquez, Alsina está reclamando para su entorno vital
una impronta latinoamericana; está advirtiendo que el suyo
es un marco preferentemente rural, poblado de mitos, leyendas y
tradiciones diferentes a los que se pueden dar en la gran urbe porteña.
Un marco con otros ritmos, con otros paisajes, con otra intensidad.
Lo que no significa, ¡ojo!, que sea radicalmente contrapuesto.
Más bien, como diría el poeta Leónidas Lamborghini:
"es lo mismo, pero parecido". Al fin y al cabo, madres
huérfanas de hijos, como la de El pañuelo
(1991), o trágicos desaparecidos, como los de Limpieza
(1985), son tan tucumanos como porteños o cordobeses.
Pero lo cierto es que
Alsina habla (el acento no es baladí: desde fuera se percibe
como argentino, pero el porteño sabe que esa cadencia no
es la suya) y escribe como tucumano, en tucumano. Es
decir, que su obra se sustenta en un imaginario social específico,
el tucumano, desde donde, como sugiere Juan Villegas se proyectan
"héroes, historias, tradiciones, relaciones sociales,
valores, imágenes del yo o del nosotros"[1], que se
dirigen a la propia comunidad que los fundamenta. Lo que no es óbice
para que los productos estéticos resultantes puedan trascender
su ámbito originario. Todo es cuestión de niveles
de competencia cultural. Es obvio que algunos aspectos de El
sueño inmóvil serán mejor captados por
lo espectadores tucumanos que por otros, por estar más familiarizados
con las leyendas y tradiciones propias; pero es posible que otros
detalles sean mejor apreciados por un público más
habituado a las innovaciones formales. Porque, eso sí, conviene
advertirlo, la dramaturgia de Carlos Alsina no es, aunque pueda
parecerlo, una dramaturgia sencilla, fácil, ligera. Y, por
otro lado, no hay que confundir lo tucumano con lo folclórico
o lo provinciano. Por lo menos, no en este caso. No hay que olvidar
que Alsina es un hombre viajado (ha residido y trabajado en Europa
y Brasil buena parte de los 90) y que su formación como teatrista
tiene detrás nombres importantes, como el Berliner Ensemble
(estuvo allí en 1988, becado por el Fondo Nacional de las
Artes) o Dario Fo (trabajó con él como asistente a
principios de los 90).
Desolación
de la quimera
No sé
si puede hablarse, como propone Jorge Dubatti[2], de dos momentos
en la dramaturgia de Alsina, delimitados por su estancia en Europa.
Para el crítico porteño la primera etapa estaría
"estrechamente condicionada por la realidad regional de Tucumán
y el Noroeste argentino", y ahí habría que incluir
piezas como: Contrapunto (1982), Un brindis bajo
el reloj (1983), ¿Me caso o no me caso?
(1983), Limpieza (1985), ¡Ay D.I.U.! (Epopeya
Genética Prenatal) (1986), Entretrenes
(1986), Ají picante (1987), El arca
¿é o Noé? (1988), etc. El segundo ciclo,
según Dubatti, implicaría "un alejamiento de
la problemática localista estrictamente tucumana", y
estaría formado por piezas como El pañuelo
(1991), Esperando el lunes (1993), ¡Ladran,
Che! (1994), El sueño inmóvil (1996)
y, tal vez, otras posteriores, como El pasaje (1998)
o El último silencio (inédita).
Grosso modo comparto
el criterio de Dubatti, pero con matices. No niego, desde luego,
la evolución ni la posible influencia europea, pero advierto
en la dramaturgia de Alsina dos líneas estéticas paralelas
que, según las épocas y las circunstancias, tendrán
mayor o menor presencia. Una de ellas, que predomina, desde luego,
en los años 80, es la de la sátira política.
Son piezas de tono jocoso, farsesco, con elementos musicales en
ocasiones y con una clara voluntad crítica. Una línea
estética que, en otro tono menos ácido, Alsina mantendrá
en los 90 en algunas de las piezas que monta en Europa. Por otro
lado, ya desde 1985, con Limpieza, el autor inaugura
una segunda línea, menos festiva, más amarga, más
esencial, más profunda, más desnuda de artificios.
Ambas, por cierto, confluirán en La guerra de la basura
(1999), pieza de urgencia que se estrenó en Tucumán
una semana antes de las elecciones provinciales, cuando se temía
que el hijo del general Bussi heredara, democráticamente,
el cargo de gobernador. La obra, que formó parte de un evento
en el que participaron actores, escenógrafos, bailarines,
músicos, escritores, artistas plásticos, etc., con
el objetivo de oponerse a un proyecto autoritario, mezcla elementos
de la primera etapa (la música, las canciones, la comicidad
),
con otros de la segunda (el motivo del puñal, las figuras
simbólicas: El Decidor, El Encontrao
).
En cualquier caso,
hagamos un corte sincrónico o diacrónico, lo cierto
es que todo el teatro de Alsina responde, en mayor o menor medida,
a una voluntad de compromiso. Compromiso con su comunidad, con su
país, con su tiempo. Una postura innata en él, seguramente,
pero que se afirmó en 1985 cuando acudió a Buenos
Aires al "Seminario Intermunicipal para Directores Teatrales",
donde recibió las enseñanzas de gentes como Roberto
Cossa, Mauricio Kartum, Alfredo Zemma, Francisco Javier, Rubens
Correa
; y que se acrecentó posteriormente tras su paso
por el Berliner Ensemble y su colaboración con Dario Fo.
Esto es algo que Dubatti ha sabido apreciar:
a diferencia
de muchos de los nuevos dramaturgos, quienes ya no escriben desde
los grandes dogmas (el psicoanálisis, el marxismo, la utopía
positivista del progreso infinito) sino desde lo autobiográfico,
desde los mandatos de la subjetividad del creador, Alsina elabora
un teatro de fuerte función pública.[3]
Y es verdad lo de la
"fuerte función pública", sólo que
Alsina, al menos el Alsina más grave, el de la segunda línea
que hemos apuntado, no habla tampoco desde los grandes dogmas, sino
desde su ausencia, desde la conciencia de la derrota. El suyo es
un mundo de indigentes que son absurdamente acribillados (Limpieza),
de cirujas alienados y represaliados (La guerra de la basura),
de madres a las que ya no les queda ni el nombre del hijo desaparecido
(El pañuelo), de jóvenes y viejos que
sólo sobreviven (y sobrevivir no es vivir) a base cuentos
y ficciones (Esperando el lunes). Un mundo donde la
utopía ha fracasado irremediablemente, donde Don Quijote
y Che Guevara ya no tienen cabida y sólo pueden escapar a
su encierro desnudándose, dejando se de ser lo que fueron,
lo que representaron[4] (¡Ladran, Che!), pero,
y entonces ¿de qué nos sirven? Un mundo estancando,
putrefacto, sin salida, condenado a repetir una y otra vez la misma
historia (El sueño inmóvil, La guerra
de la basura). O con una sola y única salida: la muerte
(El pasaje). Un mundo en el que tan solo el extranjero,
el otro, el diferente, podría redimir, pero no le dejan o
se marchó hace tiempo (El sueño inmóvil,
El último silencio). Y un mundo, finalmente,
en el que la voz del testigo, del que cuenta los hechos, del que
da testimonio, permanece arramblada, extraviada en los muros semiderruidos,
sin ser escuchada (El sueño inmóvil).
No creo, por supuesto,
que esto sea una problemática alejada de lo estrictamente
tucumano, como sugería Dubatti. Al contrario, creo es aquí
cuando Alsina se aproxima más y mejor a esa Tucumán
que, incomprensiblemente, veinte años después se pliega
feliz y con votos a quien había realizado la terrorífica
limpieza de los años del Proceso. Es aquí,
en esos espacios dramáticos -el vacío de Limpieza;
el no-lugar de ¡Ladran, Che!, el banco de Esperando
el lunes, el desierto post-atómico de El último
silencio, la montaña de residuos de La guerra
de la basura, la balsa de El pasaje, la casa decadente
de El sueño inmóvil-, donde Alsina se
muestra más tucumano que nunca y donde mejor cumple su determinación
de practicar un teatro entendido como servicio a su comunidad. Quizá
no le escuchen, como a El Olvidado de El sueño inmóvil.
Quizá le reprochen su amargura, su aparente desesperanza.
Pero él sabe, como El Decidor de La guerra de la basura,
el hombre que recorre el tiempo buscando la esperanza, que a veces
hay que matar a El Encontrao para conseguir que reviva en el futuro.
NEL DIAGO. Nació
en Valencia, España. Vivió en Buenos Aires hasta los
15 años.
Es doctor en Filología
por la Universidad de Valencia, donde actualmente imparte como profesor
titular materias de teatro latinoamericano y de teatro español.
Es miembro de GETEA.
Ha sido o es corresponsal de numerosas publicaciones teatrales de
España y América Latina. Como docente ha impartido
cursos y seminarios en diversas instituciones académicas
o teatrales de Argentina, Brasil, Cuba, Chile, Estados Unidos, México,
Paraguay y Uruguay.
Ha publicado gran cantidad de trabajos sobre teatro argentino, español
y latinoamericano.
NOTAS
[1]Juan Villegas, Para
la interpretación del teatro como construcción visual,
Ediciones de Gestos, Irvine, California, 2000, p. 46.
[2] Jorge Dubatti,
"El teatro de Carlos Alsina", prólogo al vol. 1
del teatro de Carlos Mª Alsina, Torres Agüero Editor,
Bs. As., 1996.
[3] Dubatti,
op. cit., p. 9.
[4] La relación
de Don Quijote y el Che Guevara como figuras míticas la aborda,
en un sentido parecido, Gustavo Geirola en Teatralidad y experiencia
política en América Latina, Ediciones de Gestos, Irvine,
California, 2000. Curiosamente, Geirola y Alsina se conocieron en
Tucumán y trabajaron juntos en los 80, llegando a escribir
alguna obra conjuntamente.
|