FANNY
MIKEY: UNA PERFECTA COMBINACIÓN DE INTUICIÓN Y
EXPERIENCIA
Por
Silvina Friera
La
vital actriz argentina, Fanny Mikey, tiene más de 54 años
de trayectoria artística, dedicada a una pasión que,
sin saberlo, comenzó cuando tenía 9 años: el
teatro. De la mano de su padre, un judío lituano ortodoxo
que se empeñaba noche tras noche en leerles poemas y cuentos,
vio por primera vez al gran cómico argentino Pepe Arias y
el universo del actor, poblado de historias tan fascinantes como
dolorosas, la conquistaría tanto, que le costaría
imaginar que existiese vida fuera del escenario. Cuando
cumplió quince años comenzó a estudiar actuación
con Hedy Crilla en la Sociedad Hebraica Argentina, maestra de grandes
actrices como Norma Aleandro o Cipe Lincovsky. La prestigiosa docente
y formadora de toda una generación de actores le ofreció
a su joven alumna un papel en La dama del alba, de Alejandro
Casona. Grandes actores y directores, por ese entonces, daban sus
primeros pasos en la Hebraica, como Roberto Durán, Juan Carlos
Gené, David Stivel o Laura Hidalgo.
En los 50, contra el
rígido mandato paterno que le imponía para su futuro
estrechos textos de jurisprudencia, comenzó a trabajar en
O.L.A.T, teatro fundado por Jorge Lavelli, con el que hizo obras
como Marido y mujer, de Hugo Betti. La mística
existente en torno a Lavelli era tan fuerte, tan poderosa, que como
actriz me entregaba por completo, recuerda Mikey.
En 1959 llegó
a Bogotá, pensé que me quedaba tres meses en
Colombia, pero se fue a Cali, adoptó la nacionalidad
colombiana y encontró en ese país su lugar en el mundo,
el escenario perfecto para gozar de la vida. Inmediatamente, debido
a los legendarios Festivales de Arte que motorizó, se formó
un grupo estable, conocido como Teatro Experimental de Cali (TEC),
donde trabajó (entre 1961 y 1968) con Enrique Buenaventura.
Hasta entonces, a diferencia de Argentina, la tradición teatral
colombiana había tenido un tímido desarrollo escénico,
originado en figuras como Fausto Cabrera, Cayetano Luca de Tena,
José Pratt o Seki Sano. De su paso por el TEC dejó
memorables piezas clásicas y de la dramaturgia contemporánea
como Edipo Rey, de Sófocles, que se representó
en la Plaza de Bolívar en Bogotá; La casa de
Bernarda Alba, de Federico García Lorca; La loca
de Chaillot, de Jean Girandoux; La discreta enamorada,
de Lope de Vega; El bello indiferente, de Jean Cocteau;
La fierecilla domada, de William Shakespeare, por mencionar
algunas de las obras que interpretó durante ese período.
En Bogotá conoció
a Jorge Alí Triana, por aquel entonces un joven director
que había estudiado teatro en Checoslovaquia. De ese encuentro,
se inició una nueva etapa artística para Mikey: El
Teatro Popular de Bogotá (TPB). Buscaba una pieza con
la cual pudiera moverme por toda Colombia, sin necesidad de demasiados
requerimientos técnicos. Entonces surgió la puesta
en escena de La posadera, de Goldoni, cuenta Mikey.
De su trajinar en TPB (1969-1975) quedaron en la memoria montajes
como Julio César, de Shakespeare; Tartufo,
de Moliere; Delito, condena y ejecución de una gallina,
de Manuel José Arce; Un enemigo del pueblo, de
Henrik Ibsen; El gesticulador, de Rodolfo Usigli, La
muerte de un viajante, de Arthur Miller y I took Panama,
de Luis Alberto García. En esa época se pasó
del repertorio de grupos interesados en la producción de
obras de la dramaturgia universal, a la creación colectiva
más ligada con los problemas inmediatos de la sociedad,
señala la actriz.
El artista cuestiona
su tiempo aclara Mikey-. A Edward Albee le preguntaron por
qué escribía con tanta amargura sobre los seres humanos
y respondió: no les gusta lo que escribo... entonces cambien.
Cuando se alejó del TPB comenzó una etapa de búsquedas.
Había visto a actrices como Cipe Lincovsky y a Nacha Guevara
haciendo café-concert en Buenos Aires y quedó fascinada.
Me moría por hacer ese tipo de trabajo, confiesa.
Se encerró a buscar material hasta que el resultado se tradujo
en Óiganme, un collage de poesía, sátira
y política y fundó el primer café-concert colombiano:
La Gata Caliente. El sugestivo nombre tiene su historia. Cuando
se estaba construyendo el lugar encontraron una pareja de gatos
pegados, carbonizados, electrocutados por el amor. Cuando
sintió que la actriz de café-concert estaba realizada,
la infatigable usina de ideas de Mikey se desplegó en otro
proyecto: fundar una sala que no fuera únicamente para la
formación de un grupo, sino para la gente del teatro en general.
De ese período de profesionalización del
oficio surgieron detractores que sostenían que para llegar
a esa situación había que realizar excesivas concesiones
con el público, con la historia. Uno trabaja para disfrutar
del oficio y para poder vivir bien gracias a sus resultados,
dice la actriz. Durante un año buscó un espacio adecuado
para canalizar este nuevo emprendimiento cultural que la desvelaba.
Encontró un depósito, en el que antiguamente funcionó
el desaparecido teatro Chile, compró el lote y construyó
el Teatro Nacional. El rehén, de Brendan Behan
fue la primera obra que se estrenó en esa sala en 1981. Por
El Nacional pasaron textos como A puerta cerrada, de
Jean Paul Sartre; Panorama desde el puente, de Arthur
Miller; Los japoneses no esperan, de Ricardo Talesnik;
La mujer del domingo, de Ted Willis hasta El útimo
de los amantes ardientes, de Neil Simon. Los años
me han dado una perfecta combinación entre intuición
y experiencia. Conozco al público colombiano. Una de las
pocas cosas de la que puedo jactarme son mis aciertos en la elección
de repertorio del Nacional. Yo juzgo y elijo en la medida que la
obra le sirva al público colombiano, sugiere la actriz.
En diciembre de 1999
Mikey estuvo unos días en la Argentina, para ver obras para
el Festival Iberoamericano de Bogotá, que organizó
por primera vez en 1988, coincidiendo con los 450 años de
la fundación de la ciudad de Santa Fe de Bogotá. Eligió
El saludador, de Roberto Cossa, que se presentó
el año pasado en la VII edición, que a pesar de ser
mundial, conserva el nombre, por seguir la línea del Festival
Iberoamericano de Cádiz, tratando de tener un Iberoamericano
en América.
Aunque soy muy
colombiana, añoro a mis amigos argentinos, por eso cuando
me invade la nostalgia, siempre que mis actividades me lo permiten,
me tomo un avión con destino a Buenos Aires, comenta
Mikey. Hace ocho años que se mete en el cuerpo de Shirley
Valiente, la protagonista de Yo amo a Shirley, escrita
por Willy Russel y dirigida por el uruguayo Mario Morgan, también
responsable de la dirección de Extraña pareja
y El último de los amantes ardientes. Del 22
al 29 de mayo la actriz argentina presentará la pieza de
Russel, que retrata a una mujer de clase media que se escapa de
su mundo cotidiano para liberarse de la rutina de su vida, en la
sala Cunill Cabanellas del Teatro San Martín de Buenos Aires.
La obra ganó en 1988 el London Critic Award y al año
siguiente el Tony en Broadway. Luego de los premios fue llevada
al cine con el título de Shirley Valentine y
la actuación de Pauline Collins le valió una nominación
al Oscar como mejor actriz.
Para aproximarla al
público y por expresa sugerencia del autor, el cual considera
que hay demasiados localismos en el original, la adaptación
de Morgan convierte a Shirley Valiente Bradshaw en Shirley Valiente
de Castro y cambia Grecia, por Brasil y la Acrópolis por
Corcovado. Shirley, ama de casa cuarentona decepcionada, madre y
esposa, necesita encontrarse consigo misma. El marido, indiferente,
siempre está leyendo el diario. Harta de su típico
matrimonio, unido por la costumbre, decide aceptar la invitación
de una amiga y viaja a Río de Janeiro, una experiencia que
radicalmente le cambiará la vida.
- ¿Qué
aspectos del personaje de Shirley Valiente la sedujeron?
Ese papel
me conmovió, porque tiene muy poco que ver con mi historia
personal, con mi manera de andar por la vida. Cuando leí
la obra me pareció increíble que esa mujer se sintiera
tan insatisfecha con su mundo, tan carente de comunicación,
que le hablaba a la pared. La imagen de esa mujer conversando con
la pared fue tan potente, que me dio la base para introducirme en
ese universo frágil, pero lleno de sueños. Para una
actriz es un papel dúctil, muy versátil porque atraviesa
momentos de comedia y drama. Exige un gran entrenamiento físico
pasar por esos diferentes estados de ánimos durante una hora
y media. Como actriz me siento profundamente enriquecida de poder
mostrar las pasiones que guían nuestras vidas. Además,
en Colombia todavía hay muchas mujeres dominadas por los
hombres, que no tienen la posibilidad de conocer otro mundo, otra
realidad, que no sea la violencia a la que son sometidas diariamente.
Con este papel me siento plenamente realizada, porque es el vivo
retrato del alma y los deseos de una mujer. Siempre he sido una
actriz muy stanislavskiana, todo es un problema de emotividad, quizás
por eso me siento una actriz retardada, me meto poco
a poco en el personaje, lo esculpo, le doy forma y después
lo represento.
- En su extensa
trayectoria como actriz ha interpretado muchos personajes emblemáticos.
¿Cuáles fueron los que más la marcaron?
Tuve la inmensa
suerte de hacer lindos papeles, siempre amé a mis personajes
con profunda pasión. De alguna manera me resulta difícil
elegir porque en todos hay un retazo de mi propia existencia. La
Marta de Quién le teme a Virginia Wolf (de Edward
Albee, dirigida por Cesar Campodónico), me provocó
dos infartos. A pesar de que mi salud se vio comprometida, ese personaje
me enriqueció como actriz por el permanente desafío
que significa afrontar la vida de una mujer desesperanzada, cínica
y derrotada por el whisky. Otra que dejó huellas fue La
Celestina, de Fernando Rojas. La Celestina, un clásico
del teatro español, es una prostituta digna, en su pleno
sentido, que vive de su oficio y lleva la frente bien alta. Cree
en el placer y en la zona de libertad que inaugura y, la verdad,
es que me siento muy identificada con ella. Sin embargo, me costó
acercarme al lenguaje de esa vieja golfa. Creía que no iba
a memorizar nunca esos textos tan simbólicos, tan enmarañados
y complejos. No puedo dejar de mencionar Las sillas,
de Eugene Ionesco porque el teatro del absurdo necesita de actores
sólidos, capaces de sostener una representación escénica
donde prevalece el juego con las palabras.
- La violencia en
estos últimos años ha crecido en Colombia. ¿Cómo
se hace teatro bajo esta situación?
Ay, diría
que es durísimo, pero por mi formación, con Hedy Crilla
y Emilio Satanovsky, aprendí a no tirar la toalla nunca.
En Colombia hay que rendir examen todos los días. En Argentina
hay algunos teatros subvencionados por el Estado, pero en Colombia
el Gobierno no aporta nada. Me parece insólito que hagamos
el festival de teatro más grande del mundo, en cantidad y
calidad, sin ayuda del Estado. Tengo que ir yo misma a pedir plata
a los empresarios y convencerlos, busco continuamente cómo
financiarlo. Hasta que no consigo lo que me propongo no paro, admito
que tengo una fuerza arrolladora, pero cada logro me ha costado
mucho esfuerzo. Mi cuerpo se cansa pero yo lo obligo.
-Leónidas
Barletta afirmaba que el teatro es el único arte que puede
servir directamente la necesidad de vida espiritual de un pueblo.
¿Qué función cumple el teatro en Colombia?
El teatro
es una gran terapia para los colombianos, una evasión, por
eso está creciendo, está teniendo más fuerza
porque cumple una función social. El año pasado, en
la séptima edición del Festival Iberoamericano de
Bogotá, más de dos millones de personas vieron teatro,
pero también acrobacia, danza, títeres, conjuntos
musicales. En Bogotá estamos conquistando al público
masivo y eso me provoca una inmensa felicidad, siento que estoy
haciendo un mundo mejor, un teatro para todos, con dignidad. Está
comprobado que cuando se realiza el festival, disminuyen los asaltos,
los índices de delito, la violencia urbana. Mientras que
la guerrilla y los paramilitares se matan unos a otros, la gente
se refugia más en el arte. El público ha evolucionado,
es más culto y está más informado. Todas las
clases sociales siempre amaron las artes escénicas. A pesar
del clima convulsionado en el que se vive, el mayor mérito
del Festival fue poder mostrar que somos un país que quiere
la paz. Los periódicos hablan de los diez días
más hermosos del año, del escenario del
mundo.
- ¿Cómo
surgió la idea de comenzar con este Festival Iberoamericano?
En 1986 fui
invitada al Festival Cervantino de Guajanato y conocí a Ramiro
Osorio, un colombiano radicado en México, director en la
UNAM. Tenía la intención de hacer un festival de teatro
iberoamericano y le comenté la idea. Pensó que era
un chiste. Quizás parecía una propuesta demasiado
pretenciosa. Creo que me creyó cuando lo llamé para
que viniese a Colombia a ayudarme con la organización del
Primer Festival. Bogotá estaba muy cerrada e incomunicada
y pensé que un festival de teatro podía convertirse
en un símbolo de comunicación, en el patrimonio cultural
de los colombianos, en una acto de fe, en un puente
entre las culturas colombianas. Soy una convencida de que hay que
trabajar infatigablemente. Cuando volví a Bogotá,
después de mi encuentro con Osorio, empecé a llamar
a grandes empresarios e instituciones que podían colaborar.
Así nació el festival.
- ¿Cómo
estaba el teatro cuando usted llegó al país?
En general
la vida cultural en Bogotá a fines del 50 era ínfima.
Yo venía con muchas expectativas, muchas inquietudes que
necesitaba canalizar. Aprendí de mis maestros a cultivar
la disciplina y el rigor que me transmitieron en mi formación
stanislavskiana. A principios del 50 se había demolido el
famoso Teatro Municipal y eso fue un golpe para la tradición
teatral colombiana. Lo más difícil fue abrir un campo
para el teatro en Colombia, porque no existía una profesionalización
de la carrera del actor. La primera escuela que trabajó seriamente
la cuestión de la formación actoral fue la TEC. Recién
en los 70 se formaron grupos de teatro fundamentalmente universitarios
que hacían teatro experimental, teatro del absurdo, y al
igual que en otras partes del mundo, se empezaba a cuestionar la
función del director como eje del grupo. Entonces comenzaron
a polarizarse las tendencias artísticas en reaccionarias
o revolucionarias, hubo mucha riqueza en las reflexiones
sobre la forma, el contenido y el compromiso, pero también
un peligro: creer que el teatro político era hacer panfletos.
- Usted es actriz,
directora, gestora cultural, creadora de salas teatrales... ¿En
qué rol se siente más cómoda?
No es una
cuestión de comodidad. Soy actriz, es mi pasión, mi
vida. A veces tuve severas crisis porque sentía que la productora
devoraba a la actriz, que no crecía profesionalmente. Tuve
pequeñas batallas pero, por suerte, siempre ganó la
actriz. Llevo el sello del actor argentino, que es tan bien considerado
en Latinoamérica y en otras partes del mundo.
El 8 de marzo, Día
Internacional de la Mujer, estrenará en Bogotá Monólogos
de la vagina, una obra que nació en el off Broadway
en 1996. El texto, escrito por Eve Ensler, fue construido a partir
de más de doscientas entrevistas con mujeres: jóvenes,
mayores, amas de casa, dactilógrafas, desempleadas, prostitutas,
negras, hispanas, asiáticas, bosnias, indias, judías,
que le confiaron a Ensler sus sensaciones, sus traumas, sus aspiraciones,
sus angustias y el aprendizaje de la sexualidad. La idea surgió
después que Ensler regresó de un viaje a Bosnia, en
el que fue testigo de la violencia sexual ejercida sobre las mujeres
como estrategia de guerra de las fuerzas serbias. La obra ha sido
interpretada por una pléyade de actrices de renombre entre
las que se encuentran Glenn Close, Cate Blanchett, Winona Ryder,
Susan Sarandon, Whoopi Goldberg, Marisa Tomei, Kate Winslett y Melanie
Griffith.
Cuando la vi
en México sentí que la obra ayudaría a devolver
a las mujeres el amor de su cuerpo, el derecho a gozar, el placer,
que me parece que muchas colombianas desconocen, asegura Mikey.
Tal vez, lo que mejor
defina a este espíritu inquieto, rebelde, que también
ha coqueteado con el cine (Tacones, Ilona llega con la lluvia)
son las palabras que le dedicó Cipe Lincovsky, cuando Mikey
cumplió 50 años de trayectoria profesional: Hay
artistas que son buenos, hay otros que son muy buenos, hay algunos
que son excelentes y hay artistas que son imprescindibles. Fanny
es de los artistas imprescindibles para la cultura teatral latinoamericana.
SILVINA FRIERA.
Periodista egresada de TEA y licenciada en Ciencias Políticas.
Colaboradora del diario Página 12, en la sección cultura
y espectáculos.
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