HACER TEATRO HOY
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CUANDO AL DIRECTOR LE SALEN PLUMAS
Por Jaime Chabaud

Decidirme a escribir este artículo sobre los directores de escena que incursionan en la dramaturgia fue tan "difícil" como "sencillo", con la paradoja que entrañan tales extremos. La “dificultad” proviene del deseo de no herir susceptibilidades y de que resulta inevitable que, al generalizar, uno se llevará injustamente a respetables creadores entre las patas (sólo si se ponen el saco). La “sencillez” porque es una reflexión que he masticado largo tiempo. No me voy a referir a los directores a quienes podríamos calificar de bilingües o ambidiestros (y no es albur), a aquellos que de manera natural cumplen más de una función en el engranaje teatral. Me gustaría hablar de los directores que, con mucho oficio en su lenguaje, se aventuran en la escritura por no hallar un texto que de manera precisa exprese lo que ronda sus almas. Tal iniciativa no sólo es legítima sino necesaria y de hecho ha heredado trabajos hermosos a la historia del teatro mexicano.

Gurrola, Mendoza, Tavira, Castillo (los dos), Caballero, Acosta (también los dos) y otros generaron, gracias a esta necesidad explorativa, espectáculos que se anclaron en la memoria.

Pero aquí viene la parte que me resulta sencilla y en ningún momento lo planteo con dolo (o quizá un poquito). Nadie niega el derecho del director de escena a incursionar en ese otro lenguaje que es la dramaturgia. Sin embargo, existe una trampa que a veces resulta mortal: la piel de cordero la dramaturgia parece invitarlos a ejercerla con una impunidad o ingenuidad terribles. Pero el lobo dramatúrgico debajo de la blanquísima piel a veces resulta cruel y castrante. Y sí, la dramaturgia es un lenguaje complejo, un intrincado sistema de mecanismos, signos, estrategias... No querer comprender su sintaxis, su morfología, lleva a hierros que sin duda se hubiesen evitado de asumir la necesidad de entender sus misterios técnicos.

Y en este punto se abren dos caminos: el largo, pletórico de empirismo y traspiés, y el que asume la enorme diversidad de herramientas teóricas que hay que aprender y aprehender. Por supuesto que los directores han leído y conocen de teoría dramática: Aristóteles, Bentley, Esslin, Lawson, Egry, Boileau, Karvas, Lessing e incluso Luisa Josefina Hernández; y los gruesos volúmenes descansan en el librero más cercano a su cabecera. Pero yo me pregunto, sin ironía ni mala leche (miento: una pizca): ¿qué mecanismo opera en sus cabezas cuando nace de su pluma una dramaturgia? ¿Por qué en ocasiones el resultado nos recuerda justamente aquello de lo que abominan y se quejan de los dramaturgos “nacionales, tan convencionales los pobres”? ¿A qué se debe que su afán de “literaturidad”, de poesía, se parezca tanto (en su efecto con el receptor), al bla-bla-bla de los “autores nacionales”; a ese bla-bla-bla que descalificaron durante años (y que tenían con razón, aclaro)? ¿Dónde queda la experiencia escénica acumulada? ¿O por qué el alarde de “espectacularidad” (firmado en los créditos de programa de mano como “dramaturgia”) semeja un catálogo de ocurrencias que terminan por ser también aburridas y su estructura un invertebrado? ¿Cuál es el conjuro que los hace olvidar las herramientas que ejercitan al llevar a escena una obra ajena? ¿Qué pasa, pues, cuándo algunos toman la pluma y, no obstante su backround, el producto resulta tan verborréico como la peor de las obras de “autores nacionales” que critican?

Asistimos a óperas primas de directores que han arribado a la dramaturgia y “tocan de oído” y de pronto tocan la flauta pero de pronto no: el sonido se ausenta, con mayor razón la melodía.

Realizan análisis extraordinariamente exhaustivos de los textos a montar, los deconstruyen hasta sus unidades mínimas, hasta el fonema dramático (permítanme robarle el término a la lingüística). Y al enfrentar la obra con los actores, de cara al escenario, saben perfectamente cuáles son los macro objetivos del personaje en la estructura y cuáles son los micro objetivos en la escena; cuáles son sus antecedentes remotos, mediatos e inmediatos; cuál es la acción y cuál la tarea; cuáles la peripecia mayor y la menor; qué hay debajo de cada palabra del autor, encontrando incluso significados que ni éste sospecharía...

Después de ver lo escrupulosos que son algunos en machacar al actor para que no pierda de vista el objetivo de la escena, los estímulos que lo hacen reaccionar de “ésa” manera y no de otra; sorprende que en sus cuartillas, las suyas, no comparezca el sentido de lo dramático al festín. Quizá sí concurre la imagen y nos sorprende tal argucia plástica pero después de un par de horas, al salir del teatro o al día siguiente, nos es dificultoso saber de que se trató y cuál fue la poética y no hallamos ninguna impronta del suceso en nuestra memoria de espectadores.

Y no es poco común la imposibilidad de distinción entre un personaje y otro porque el idiolecto de todos es muy similar y es que el discurso del director venido a autor los avasalla; porque sus criaturas tienen una enorme necesidad de decirse y nada callan y nada ocultan y por tanto son previsibles o carentes de complejidad, sin contradicciones entre su hacer y su decir, lo saben todo; y al mismo tiempo los personajes no saben por qué están en escena dado que al “autor” se le olvidó objetivar a cada uno (suena extremista pero ya encarrerado el ratón, pus que chingue a su madre el gato). Entonces la peripecia puede no estar en foco o pasmarse; la tarea a veces ejerce tal fascinación sobre el “autor” que éste cree elevarla al rango de peripecia cuando en realidad no suma nada al eje rector de la acción y sólo aparece como un elemento distractor, molesto.

Como este libelo se pasa ya de radical creo conveniente parar y puntualizar algo: todas las generalizaciones son malas, incluida ésta.

Si el lector regresa unos cuantos renglones, verá que dejé de calificar como “director venido a autor” a los sujetos de mi diatriba y ahora utilicé la palabra “autor”. Este cambio es, antes que nada, para sentirlos colegas y cómplices. Los “autores”, por ejemplo, hemos padecido en desarrollar un sentido del “espacio” y pocos casos encontramos en donde se haga una exploración a fondo en este rubro. Se suele dejar a la deriva, a que “lo solucione el director” cuando puede perfectamente determinar la poética de un texto.

Si un cambio se ha operado respecto al quehacer teatral en las más recientes generaciones de teatristas, radica justamente en la exploración y diversificación de roles. Desde las aulas el director en ciernes fue primero actor o dramaturgo o productor o escenógrafo y en buena medida se preocupó por estudiar los lenguajes de su predilección. Al tiempo que estableció alianzas y complicidades y quizá vio con más respeto el complejo de sistemas y signos del lenguaje de la dramaturgia; en el que además aún no se ha dicho, ni mucho menos, la última palabra. Cuando al director le salen plumas y afronta tal riesgo con frenesí y rigor no sólo me parece aplaudible sino necesario; aunque otros escritores puedan estar en absoluto desacuerdo conmigo. Y no sólo no me opongo a que le salgan plumas, también deseo verlas relucir.


JAIME CHABAUD pertenece a la generación más joven de dramaturgos mexicanos.
Ha recibido numerosas distinciones por su trabajo dramatúrgico: en tres ocasiones el Premio Punto de Partida de la UNAM (1987, 88, 89), dos años consecutivos el tercer lugar del concurso nacional de dramaturgia de la Universidad Autónoma de Nuevo León (1990 y 91), Mención honorífica en el concurso internacional de la revista Plural (1989), y el Premio Nacional de Dramaturgia Fernando Calderón; además, la crítica especializada le ha otorgado el Premio Iniciación dramatúrgica 1989, la Asociación de Periodistas Teatrales el Premio al Mejor Teatro de Búsqueda (1994), la Asociación Mexicana de Críticos de Teatro el Premio Oscar Liera como Mejor dramaturgia actual (1995), y el INBA el Premio Nacional Obra de Teatro 1999.
Como investigador ha publicado cuatro libros recuperando la dramaturgia mexicana del siglo XIX y colaborado con ensayos y artículos en diarios y revistas especializadas como Latin American Theatre Rewiev, Máscara, Tramoya, Repertorio, Artes Escénicas, Escénica, Boletín CITRU y Gala Teatral. Colaboró en la sección de México de Escenarios de Dos Mundos, Inventario Teatral de Iberoamérica, publicado por el Ministerio de Cultura de España.

 
 
Teatro CELCIT
AÑO 10. NÚMERO 17-18. ISSN 1851- 023X