ISAAC: EL MOLDE ORIGINAL
"TAP DANCE
Y OTRAS PIEZAS" DE ISAAC CHOCRÓN. EDITORIAL MONETE ÁVILA,
CARACAS 1999
Por Gustavo
Ott
Hace un año
exacto que un barco en medio del Pacífico lanzó lo
que sería el último mensaje en clave morse, ese sistema
de puntos y rayas que por casi doscientos años no solo salvó
vidas sino que comunicó desde las noticias más importantes
de la humanidad hasta mensajes personales e intrascendentes. En
morse se hizo también matemática, física, mucho
arte y hasta poesía, que estuvo de moda. La clave morse,
esa forma de comunicarnos tan sencilla y universal, fue abandonada
un 15 de noviembre por un barco francés, encargado de su
despedida. Y lo hizo con tristes pero hermosas palabras. El último
mensaje en morse lanzado al espacio decía: "Adiós
viejo amigo/ no te voy a olvidar/ Porque seguro volverás/
después de éste tu último grito/ y antes del
silencio."
La comunicación electrónica por satélite ya
había desplazado a la vieja y buena clave morse para siempre
pero, no sin melancolía, se le agradecía a la clave
y a su inventor su contribución al desarrollo de la comunicación.
Y si nos despedimos
de morse con esas palabras tan sentidas, se debió a que esa
clave fue el original, ese molde primario en el que se calcaron
casi todos los intentos de hacer comunicación en alta mar
desde hace 160 años Eso es lo que sucede con los modelos
originales, esos clásicos que son los primeros, los más
importantes. Y si comienzo en esta presentación hablando
de la idea del modelo original, es precisamente porque la obra de
Isaac Chocrón es para nosotros ese molde primario, ese clásico,
ese que es el más importante y en el que también hemos
comenzado a moldear lo mejor de nuestras obras.
Quiero decir que fue él y su obra lo que nos encontramos
cuando llegamos.
Nada menos.
Hace apenas unas semanas
discutía sobre este tema con uno de los narradores jóvenes
argentinos más irreverentes y vendidos de hoy, uno de esos
buenos y mejores que pertenecen al llamado "crac". Decía
él que escribir bien en Buenos Aires significaba vivir, convivir
y asumir el modelo original. "No es cosa de talento o promoción
-decía- tiene que ver con la tradición de la narrativa
argentina en el siglo XX. Si te inicias, llevas tallado en la espalda
la forma de Cortázar, el estilo de Quiroga, la técnica
de Sábato y, sobre todo, la poética de Borges. Es
decir, el modelo original". El autor argentino lo decía
con melancolía y entusiasmo a la vez. Proclamaba su suerte
y al mismo tiempo su reto, su parámetro, más bien
su escuela. De no poder con ella, pasará y gritará
su impotencia.
Entre nosotros, para las letras venezolanas, nada como la literatura
dramática, es decir, nada como lo que nos reúne hoy
aquí, nada como Isaac.
Isaac es de los autores
que quiero ser, que uno debería ser, que recomiendo ser.
De obra universal y abundante, siempre vigente, autor comprometido,
escritor de esos pocos que tiene escuela más que discípulos.
Ha sido mi maestro
tanto como de aquellos que sí fueron sus alumnos. Y es que
un autor que no deja escuela es siempre sospechoso. Isaac entrega
hoy, como lo ha hecho en los últimos 30 años, no solo
alumnos que, la verdad, es lo de menos, sino una forma de decir,
un estilo de referencia, una manera venezolana y universal de decir
que nos coloca el peso de su obra sobre las espaldas de varias generaciones.
Nos entrega hoy Isaac parte de ese modelo original que le convierte
en uno de los poquísimos clásicos de nuestra cultura.
Isaac el clásico, pero a la manera de Stainer, es decir,
un clásico que habla.
Un clásico como
forma significante que nos lee, que le escuchamos, que le percibimos.
Un clásico que nos pregunta: "¿Has comprendido?
¿Has re-imaginado con seriedad? ¿Has visto palabras
buscando palabras?. Isaac es un clásico porque sus
obras, desde esta Animales feroces de 1963 a Clipper
de 1987 y Tric trac de 1967 y Okey -la
primera obra de teatro que vi en mi vida- y La revolución
del 71 y Asia y el lejano oriente y Simón,
es decir, todo el siglo XX, hasta este Tap Dance de
1999 que hoy, no sin asombro, presentamos también, nos interroga
finalmente esa obra chocroniana con el gran tema de toda gran obra:
me refiero, claro esta, al tema de Dios.
Dios: ese incomodo
monosílabo.
De Dios que se reduce
al país y del país que no es otra cosa que una proyección
de la familia, y la familia que termina siendo el individuo solo.
Uno mismo y todos. Cuatro temas que son uno, como la idea de la
Santísima Trinidad -que ahora, según el Papa Juan
Pablo ya no son tres existencias de Dios sino cuatro, agregando
la madre, la mujer y lo femenino-, en fin, esa trinidad de cuatro,
esas cuatro cosas que son una y cuatro a la vez -y que, en el caso
de Dios, hemos decidido creer con toda nuestra pasión, vaya
usted a saber por qué.
Mientras pensaba en
estas palabras, algunos allegados, más bien asomados, se
sorprendían que fuera yo uno de los presentadores del libro
y de lo bien que nos llevamos los autores dramáticos en este
país.
La verdad es que los
autores de teatro mantenemos una relación especial, que,
cuando la he sacado a relucir en encuentros internacionales o simples
noches de copas en Buenos Aires, Madrid o Ciudad de México,
no me la creen. Porque, en algún lado y de alguna manera,
hay grandeza.
Una grandeza que permite
una relación con la generación anterior y la anterior
a la anterior y que esa relación sea cordial. Esa relación
cordial, a veces admirada y siempre pedagógica, permite que
el nuevo teatro pueda escribir mejores páginas sobre sí
misma y sobre sus antecesores. Nos permite vivir, convivir y asumir
sus influencias sin rubor. Le da espacio y peso literario a los
que ya tienen su trayectoria porque al final de todas las cuentas,
no hay figuras literaria que no posea escuela, que no deje otros
escritores, que no se dimensione en su relevo.
Y es en esta escuela,
la que Isaac nos ha entregado a todos en este país, lo que
permite que nuestra obra tenga más opciones tanto en la academia
como en la escena internacional. El éxito de Isaac permite
que mi obra sea leída. La escuela de Chocrón enseña
no solo sus obras, sino las de todos los que escribimos aquí.
La existencia de los clásicos de mi país me abre las
puertas como se la abren los miembros del boom argentino, mexicano
o chileno de los 60 a todos esos nuevos y buenos autores de lo que
hoy conocemos.
Esta relación
cordial, -y en casi todos los casos, el intercambio de opiniones
sobre la obra- permite que, al contrario del país, pase el
tiempo y seamos mejores. Sin la relación cordial, en el enfrentamiento,
simplemente sustituiríamos a Santana, Rengifo o Chalbaud
por algún francés, que son los que menos de moda están.
Invalidaríamos a Caballero, no nos emocionaría Elisa
Lerner, ni Mariela Romero, no respetaríamos al maestro Rial
ni la leyenda de José Ignacio, no temblaríamos ante
lo mejor de Isaac Chocrón, no nos temblaría la mano
hoy al leer estas palabras porque lo tengo enfrente. No me lo creería
mi hija, cuando se lo cuente, no tendría la escala para medir
mi obra ni un espejo para entenderme a mi mismo o a mi país,
que ya es bastante.
Esta relación
permite que nos acerquemos al molde original, que nos comuniquemos
en morse, dejando a un lado los gritos y ese carácter efímero
de la novedad.
Hace tres años
un grupo de ciegos visitó el Museo del Espacio en Washington.
Para que pudieran tener una experiencia real, bajaron la réplica
perfecta del avión que utilizó Lindbergh para cruzar
el Atlántico. Y les preguntaron: Tener contacto físico
con ese avión, esta réplica perfecta que ustedes no
pueden ver, ¿les acerca al hecho de ver? Y los ciegos respondieron:
Sí, pero solo cuando, sobre esta réplica real que
estamos tocando, se mantenga el original perfecto que nosotros imaginamos
allí, sobre la copia.
Así, en un
país que goza tanto de las copias, -formado académicamente
por fotocopias y no por libros- en una nación con tan pocos
originales perfectos, pareciera que la única alternativa
que nos queda es acercar la copia para tener la sensación
de trascendencia. Pero es también aquí, en el país
que carece de originales, donde estamos nosotros, con Isaac en original.
Isaac no solo el que vemos sino el que no podemos ver, pero que
imaginamos perfecto, colgando sobre él mismo, siendo más
de lo que podemos
tocar. Isaac, ese otro que es él y que responde a todo lo
que ha escrito en su vida, sin distorsiones, sin vergüenzas,
sin defender lo indefendible o más bien, sin defender otra
cosa que no sea la literatura.
Y son pocos los que
se dan cuenta, quizás porque en este país es poco
lo que conocemos y respetamos a los escritores. Y es que las sociedades
que desprecian a sus creadores están condenados al fracaso.
Por eso, se me ocurre
que la presencia de Isaac, ese modelo original en esta isla medieval,
es como la de Guillermo de Bakersville, aquel héroe de El
nombre de la rosa, que se convierte en portador de la verdad
no solo por su presencia ética y por la fidelidad a sus principios,
sino porque sabe, porque ha sido entrenado para saber, que los acontecimientos
políticos de su época serán olvidados mientras
que ese libro escondido de Aristóteles tendrá una
influencia definitiva en el pensamiento de la humanidad.
Mientras se quema su época, el héroe de Eco salvará
sólo un libro, aquel que representa no solo lo mejor de sí
mismo, sino también lo triste y lo terrible de su tiempo,
de los hombres que tuvo que conocer y hasta del fuego que fue su
destrucción.
Así, nuestro
Isaac de Bakersville nos entrega hoy una trilogía salvada
de las llamas, de ésas que solo las sociedades cultas y de
gran tradición gozan. Hoy, nosotros y aquí, estos
pocos que somos nosotros y que casi no representamos a otros que
no seamos nosotros mismos, sabemos que aunque sea en cofradía,
casi logia, casi grupo de teatro, estamos en presencia de ese libro
escondido dentro de la peste medieval, haciendo todo lo que la vida
nos permita para evitar que se nos quemen las bibliotecas.
Me gustaría
creer que este libro que hoy nos presenta Monte Ávila no
es solo un libro para un día, sino para toda una época.
Porque tenemos obras magnificas y cada año escribimos más.
Tenemos montajes en el extranjero, tenemos conferencias y secretos
admiradores. Porque tenemos también rechazos, antesalas y
tenemos la mejor de las sonrisas para ofrecerles a funcionarios
y gerentes. Tenemos una danza que sustituye una escena, tenemos
títulos de obras que no hemos escrito y que sin embargo ya
nos piden, como esa de Isaac que hoy se ve en Ciudad de México,
Madrid, Copenhague o Nueva York. Tenemos pensamiento, reflexión,
tenemos ética y dignidad y si no hablamos de política,
como lo hace todo el mundo, no es por miedo -como se ha dicho- sino
por desprecio.
Porque tenemos también
la memoria y los ojos abiertos cuando se muestran cerrados, viéndolo
todo. Tenemos las palabras, quiero decir que tenemos cartas escondidas
en la manga.
De Isaac, los autores
dramáticos hemos aprendido que tenemos también a Dios,
que la muerte la tenemos también desde que nacemos y que
es la muerte la que nos da fuerza para seguir viviendo.
La semana pasada,
encargados de la marina noruega confesaron que, de los restos hundidos
del submarino ruso Kuts, llegaron mensajes continuos por casi tres
horas. Mensajes que en principio no eran más que golpes a
lo lejos detectados con facilidad por los sonares modernos. Hoy,
con las transcripciones en mano, sabemos que se trataba de gritos
de auxilio y esperanza. Y que esos gritos tenían una forma
original, es decir, fueron en clave morse. La desaparecida morse
sirvió a esos veinitún sobrevivientes del
submarino ruso para poder comunicar la idea más importante
que tenían mientras esperaban la muerte: decían en
morse: "ayúdennos" "auxilio" "aún
quedamos vivos". Esa clave morse, desde lo más profundo
del océano, me hace pensar que eso mismo hago yo aquí
esta noche con el libro de Isaac en mis manos: envío señales
desesperadas en códigos obsoletos. Señales desde esta
cultura venezolana que yace hundida en el fondo del mar desde hace
100 años y que recurre, en su ultimo suspiro, al modelo original,
a las claves universales y eternas. A sus clásicos.
Y el mensaje es el
mismo, Isaac: "Ayúdame, auxilio, aún quedamos
vivos".
Isaac, un original
perfecto que vemos como ven los ciegos, imaginándolo con
nosotros, maestro, ético, literatura. En esta Venezuela pletórica
de fracasos y sin síntomas evidentes de enmendar esa
tendencia se me ocurre que la esperanza está en los
signos. Esos signos que son también puntos y rayas encerrados
en la clave original. Esos signos que hoy componen este libro y
que resumen toda una época en esta pequeña nación.
Después de todo, la esperanza, finalmente, no es más
que gramática.
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