LA ESCENA IBEROAMERICANA
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LA ESTÉTICA GAY Y EL PERFORMANCE: SIDA, TRAVESTISMO Y EL DERECHO A LA ALTERIDAD[1]
Por Beatriz Rizk

Otro de los campos en esta época posmodernista en el que el desarrollo del performance ha tenido impacto ha sido el “gay”, y/o “queer”.[2] “Queer” es el nombre “genérico” con el que la crítica especializada en Estados Unidos, y no pocos artistas, entre los cuales estudiaremos algunos aquí, se han identificado e identifican la producción artística de las personas homosexuales o bi-sexuales, sin distingos de género. A pesar de las numerosas publicaciones, en cuanto a ensayos, revistas y libros, creemos todavía poco práctico el articular bajo una misma rúbrica a discursos tan distintos, quizás no tanto en la teoría como en la práctica, como pueden ser el gay y el lesbiano.

Foucault, en su extenso estudio sobre “La historia de la sexualidad”, señala el año de 1870, con la publicación del artículo de Westphal sobre las “sensaciones contrarias sexuales”, en “Archiv für Neurologie”, como el momento en que se empezó a conformar la categoría “sicológica”, “sintagmática” y “medical” de la homosexualidad, la que luego con Freud y el sicoanálisis devino discurso: “la homosexualidad empezó a hablar por sí sola” (1976: 59), convirtiéndose en especie. Entre los griegos, indica el pensador francés, la categoría de “homosexual” no existía como tal; el hombre que experimentaba el sexo con otro hombre (el lesbianismo aparentemente ni se vislumbró como tema para ser tratado con rigurosidad), no se convertía en “otro”, simplemente ejercía su libertad de elección entre dos placeres, dos formas de deseo diferentes (1984:246). A partir de la Edad Media la pastoral cristiana combatió esta disyuntiva sumiendo el acto homosexual en la “perversidad”, en un acto “contra natura”, refiriéndose particularmente a la sodomía, por estar en contra de la conducta procreativa, misión primera y última del ser humano en este “valle de lágrimas”, y, de paso, restándole cualquier asomo de placer al acto sexual en sí. En fin, el hecho que nos interesa destacar aquí es que nació este discurso, o mejor dicho empezó a elaborarse, desde dentro del más acendrado patriarcalismo, en el que si había cabida para el hombre homosexual, a la mujer lesbiana le estaba completamente negado. A la mujer que invalida el estereotipo femenino de la construcción del género, establecido desde siempre por los hombres, “no se la ha considerado mujer del todo” (MacKinnon 1982:16). La “invisibilidad” de la mujer lesbiana, de su discurso estético, mutilado y censurado en el mejor de los casos (ver el trabajo de S. Molloy sobre Teresa de la Parra 1995), es un lugar común de la crítica queer/gay tanto de las Américas como de Europa. La investigadora E. Meese lo señala sin ambages:

Lesbian is a word written in invisible ink, readable when held up to a flame and self-consuming, a disappearing trick before my eyes when the letters appear and fade into the paper on which they are written, like a field which inscribes them. (1992: 18)[3]

Por tanto, como indica el mismo Foucault, su cuerpo, sobre todo a partir del siglo XIX, se “saturó completamente de sexualidad”, hasta el punto de llegar a ser la escena erótica entre lesbianas el estereotipo, por excelencia, de la comercialmente exitosa industria pornográfica. De hecho, éste es uno de los riesgos y contradicciones de la “escritura” lesbiana, el que Arlene Stein (editora de la antología “Sisters, Sexperts, Queers: Beyond the Lesbian Nation”) califica de “paradoja”, pues si no se enfoca la diferencia “en términos explícitamente sexuales, permanecemos invisibles como lesbianas”; pero si se hace, se cae en el estereotipo predominante, o sea, casi nada más que “entes sexuales, y la vasta complejidad de nuestras vidas desaparece” (cit. por P. Berman 1996:160). Sin embargo, si su discurso artístico ha estado tradicionalmente sumido en la clandestinidad, en los sobreentendidos, en el campo de la sugerencia, que para salir realmente del closet, en no pocas instancias, ha tenido que “virilizarse” en el sentido que ha sido “moldeado y mediado a través de la masculinidad” (Epps 1995: 330); el teórico se insertó bien pronto en el incipiente feminismo. Desde allí apunta a tergiversar los parámetros tradicionales de la dialéctica del poder y de la sexualidad entre los roles del “activo” macho y del “pasivo” hembra, y/o “hombre afeminado”, adjudicados por los patrones normativos de la construcción de los géneros en Occidente. La pareja lesbiana no representa oposición, son “dos cuerpos en posición de sujetos” (Gossy 1995:23), lo que, por supuesto, desbarata todo el tinglado sobre el que se ha basado el discurso binario de los géneros, hasta ahora. En este sentido, uno de los objetivos fundamentales del feminismo ha sido el de “revertir” la mirada masculina, que ha convertido a la mujer en “objeto” de deseo, de placer y, por supuesto, de “concupiscencia”, desde la antigüedad, como bien establece Foucault en la citada “Historia de la sexualidad”, señalando la fijación del pensamiento griego clásico en la estricta “división de labores” entre los sexos, que de manera canónica heredó nuestra “civilización”, como la base de la construcción cultural de los mismos:

Il faut relever que, dans la pratique des plaisirs sexuels, on distingue clairement deux rôles et deux pôles, come on peut les distinguer aussi dans la function génératrice; ce sont deux valeurs de position--celle du sujet et celle de l’objet, celle de l’agent et celle du patient: comme le dit Aristote, “la femelle en tant que femelle est bien un élément passif, et le mâle en tant que mâle un élément actif”. (1984: 64)[4]

A diferencia del discurso lesbiano, la estética gay se inscribe en “la relación jerárquica entre los roles insertivos y receptivos” (Salessi 1995:66) del coito, que ha hecho, desde siempre, la diferencia en el sistema de valores sociales de la mayoría de los latinoamericanos. La dicotomía insalvable de la polarización “chingón/chingado”, “machista/cochón”, “lunfardo/marica”, “bugarrón/loca”, según la cual el primero es macho, y su virilidad no se cuestiona, mientras que el segundo es homosexual, está enraizada en lo más profundo de la siquis machista del continente y sale a relucir en una buena cantidad de obras literarias y dramáticas de cuño latinoamericano. Este es un tema que, por otra parte, ya presenta una amplia bibliografía en el campo de la teoría, la crítica y la investigación de tipo histórico.[5] Por otra parte, no se puede dudar de que el discurso teórico gay está ligado, en principio y hasta cierto punto, con el lesbiano/feminista quizás al tratar de desestabilizar los dos, en tanto que productos de “minorías oprimidas”, la trascendencia que el falo ha tenido sobre el pene como el sitio “privilegiado del principio universal del orden y del significado” (Jackson 1989:470), pasando evidentemente por Freud y su complejo edípico y Lacan y su “padre simbólico”. No obstante, es evidente que el discurso gay, artístico o no, sigue participando en esencia del “contrato falocrático” en el que el hombre, hetero o homosexual, sigue siendo el centro de la referencia sexual, el “único que posee un sexo”, parafraseando a Luce Irigaray (1977). Llevado a sus últimas consecuencias, el homosexualismo en vez de ser un fenómeno “contra natura”, como lo estipula la pastoral cristiana, casi se podría considerar como un “producto” natural, si no tan común, del desarrollo del patriarcalismo. La mujer lesbiana, por su lado, se da cuenta de que tiene que salirse de ese marco referencial del hombre; poco importa sus inclinaciones sexuales, para poder crear un proceso de cambio y devenir un sujeto, creadora y participante plena de su propia sexualidad (Lauretis 1987, Davy 1992). Casi como nota a pie de página, es curioso constatar el hecho que, para algunos investigadores, tanto el uno como el otro discurso necesariamente forman parte de un frente común y así, por ejemplo, L. Argüelles y B. Ruby Rich señalan la ausencia de una tradición del discurso feminista, “que hubiera situado lo personal y lo político en su contexto apropiado”, como la causa de la ausencia de una resistencia y de una crítica gay durante los años 60 en Cuba (1984: 691, cit. por Quiroga 1995: 178).

Hechas las observaciones de rigor, casi sobra decir que nos limitaremos en esta instancia a la estética gay por no poder contar, evidentemente por su misma “invisibilidad”, con suficientes obras lesbianas de este tipo (ni de ningún otro), aunque no podemos dejar de mencionar, por lo menos en Estados Unidos, el trabajo de performers como la cubano-americana Carmelita Tropicana, en la Costa Este (ver Arrizón y Manzor 2000), y la chicana Mónica Palacios, en la Oeste (ver Yarbro-Bejarano 1995). En cuanto al termino gay, de uso corriente y aceptado en casi toda la América Latina, se fue entronizando como el nombre más apropiado para definir al “homosexual”, por no contar con la historia de discriminación y represión que este último acarrea, además de haber sido por mucho tiempo un término eminentemente “médico”.

A estas alturas no podemos menos que adherirnos a la opinión de Judith Butler cuando llega a la conclusión de que la “verdad” sobre los “géneros” es “una fantasía instituida e inscrita en la superficie de los cuerpos” (1990:136), lo que se convierte a fin de cuentas e irónicamente, por supuesto, en un “acto preformativo”. De hecho, el sentido de la “performatividad” de la identidad sexual no ha pasado desapercibido para otros críticos, siendo la “posición ambigua” del individuo gay ante la “afirmación de su deseo” lo que la hace salir a flote:

He experiences social otherness but biological sameness. That is, he is basically in a theatrical rather than a speculative rapport with his own nascent “identity” as other. He must always perform that identity, his difference, before he can think it through adequately and imagine cultural possibilities for its assimilation and acceptance. (Franko 1995:94)[6]

En cuanto al performance, quizás, como sugiere D. Román, por su “historia politizada como práctica contra-hegemónica”, o por su “estatus enigmático y resbaloso dentro de las artes”, ha sido uno de los formatos más usados por la comunidad gay en Estados Unidos (1992:211), y creemos extensible a la América Latina, para ventilar su problemática y contribuir a una estética en vías de formación. De hecho, en el país del norte encontramos obras que han tenido cierta notoriedad y han trascendido sus fronteras locales, ya sea en cuanto al número, o calidad de sus producciones, o por las reseñas y crítica que han suscitado, como “Men on the Verge of a His-Panic Breakdown”, de Guillermo Reyes, de origen chileno, en la Costa Oeste; “ Noche de ronda”, del cubano-americano Pedro Monge-Rafuls, en Nueva York; “Side Effects”, del puertorriqueño Alberto Sandoval, en Massachusetts; o “The Road”, también en Nueva York, del puertorriqueño Edwin Sánchez, etc. Se puede decir que todas estas obras/performances, como las otras que estudiaremos aquí, se dirigen hacia el mismo fin: movilizar hacia el centro de la escena el estado marginal, para reivindicarlo, donde la preferencia sexual ha mantenido siempre al individuo homosexual, al tiempo que ponen en evidencia las prácticas discriminatorias de la sociedad en general. Pero ya hay un elemento de legitimización, en cuanto a la construcción de un discurso autónomo, que los aleja del “humanismo clásico”, de la ya repetitiva denuncia modernista, la que críticos como David Foster señalaba en su libro sobre la ficción gay latinoamericana como el “canon de la escritura homosexual que subraya las consecuencias trágicas de las experiencias y sentimientos homoeróticos” (1991:131), para insertarse de lleno en el discurso de la “otredad” posmodernista. En este sentido, nos inclinamos a creer que la repercusión que la crisis del SIDA ha representado para esta comunidad, en especial, es lo que la ha sacado definitivamente del closet, en términos teatrales, por supuesto. No hay duda de que ya estamos a años luz de la postura que denunciaba André Gide en 1950, cuando señalaba que “en el teatro la homosexualidad era siempre una falsa acusación, nunca un hecho real” (cit. por Curtin 1987:303). Por lo tanto, y aunque sentimos que todavía es muy pronto para llevar a cabo una evaluación del impacto que el SIDA haya podido tener en el teatro gay, no podemos pasar por alto el testimonio de críticos como el mexicano Fernando del Collado, en un artículo en el que recoge datos para una posible “historia del teatro con temática gay” en el país, donde comenta:

Si en la década de los 80 el SIDA irrumpe de manera contundente en el discurso de liberación sexual, en el primer lustro de los 90, el tema hizo posible que la “insolencia subversiva” buscara nuevas brechas para elevar la exigencia hacia espectáculos teatrales de mayor calidad. (1995:75)

En cuestión de números, Collado señala que para la temporada de 1994, diez obras “con temática gay fueron representadas en el Distrito Federal y cuatro más trataron del SIDA”.

Uno de los performances que con más lucidez ha logrado poner el SIDA en escena, dentro de las comunidades latinas en Estados Unidos, es “Quinceañera” (1997), del Teatro del Nuevo Mundo de Estados Unidos, creado y actuado por Bonin-Rodríguez, Danny Bolero Zaldívar y Alberto Antonio Araiza y dirigido por Joe Salvatore. El título se refiere al rito de iniciación social de las jóvenes cuando llegan a esa edad, al tiempo que es la “celebración” de los primeros quince años de la crisis del SIDA (“Programa”), en medio de una sociedad tradicionalista y católica como puede ser la comunidad chicana (mexicano-americana) de San Antonio, Texas, de donde provienen los performers.

“Quinceañera” se une al ya iniciado repertorio de obras/performances sobre el efecto que ser positivo del VIH y tener SIDA representa en un medio en principio homofóbico y de corte patriarcal. Afín a las obras mencionadas antes, “Quinceañera” presenta una serie de elementos que comparte con aquéllas como: el uso del humor como arma esencial de combate; la “práctica del camp y de la ironía, como estrategia intervencionista y como táctica para sobrevivir” (ver Román 1992a, cit. por Sandoval 1994:58); y la subversión e inversión de categorías y géneros, no muy lejos del efecto de la carnavalización estudiado por Bajtin (1988), llamadas a cuestionar los valores éticos y morales establecidos desde siempre, como bien señala un personaje en uno de los momentos más “serios” de la obra:

I don’t believe in a moral universal/ (“no creo en una moral universal”)
I don’t believe in defined genders/ (“no creo en géneros definidos”)
I don’t believe my pleasure is a sin/ (“no creo que mi placer sea pecado”).

Al comenzar el performance nos encontramos con los tres actores vestidos de mujeres, en calidad de la niña festejada, su madre y su tía, preparándose para la fiesta de los quince. Es el inicio del rito, la preparación de la adolescente para “afrontar” su nuevo estado de adultez, que en la obra se realiza por medio de los “trapos”, que cómicamente van a compartir estos travestis improvisados, al tiempo que se inicia la “preparación” del festejo de los 15 años del SIDA.

Una vez cruzado el umbral del rito nos enfrentamos a la “crisis” verdadera y es que, a pesar de los adelantos de la ciencia, las cifras de las víctimas del SIDA en Estados Unidos van en aumento; así, de 3.000 muertes en 1983, pasamos a 27.000 en 1987, de ahí a 132.233 en 1992 y a 362.000 en 1996, etc. Aunque ya para la fecha de 1999 las estadísticas parecen haberse estacionado un poco, el hecho concreto es que en otros lugares, como en Africa, de acuerdo a la ONUSIDA, el SIDA es la principal causa de mortandad de su población, y en el resto del mundo la cuarta, después de las enfermedades cardio-vasculares, las apoplejías y las infecciones respiratorias. En el contexto social, la discriminación contra el homosexual en general, y el ceropositivo en particular, tampoco ha disminuido notablemente y es aquí donde la Iglesia Católica en tanto que institución, forjadora de los valores morales de sus feligreses, lleva la peor parte. Las críticas más acerbas del performance parecen estar reservadas a la influencia que la Iglesia ha tenido en el pueblo con su codificación precisa de lo que son los “pecados de la carne”, sobre todo los que van “contra la naturaleza”. Su presencia permea todo el performance, especialmente su aspecto litúrgico, las jaculatorias en sonsonete, por ejemplo, son un leitmotiv que se intercambian por frases como: “Yo creo en la sobrevivencia a largo plazo”, etc. De manera previsible, la obra termina con una parodia de la ceremonia de la misa, cuya investidura, por parte del ministro y sus acólitos antes de su inicio, ha sustituido a la de la fiesta de los quince. Igual que en la misa, los presentes son despedidos con una bendición, sólo que esta vez reza así: “In the name of the positives, the negatives, the death and the surviving” (“En el nombre de los positivos, los negativos, los muertos y los sobrevivientes”).

El “cross-dressing” (el travestismo), por su parte, ha sido usado profusamente por los hombres, y también por las mujeres, en el teatro de todos los tiempos, bastaría recordar lo trillado del recurso en las obras del Siglo de Oro español, como en “Don Gil de las calzas verdes”, de Tirso de Molina, o “El castigo sin venganza”, de Lope de Vega y, ya en suelo americano, “Los empeños de una casa”, de Sor Juana Inés de la Cruz, o remontarnos al mismo Shakespeare en obras como “Noche de epifanía”. La diferencia con el tiempo presente parece consistir, como sugiriera la dramaturga y novelista mexicana Carmen Bullosa (Feria del Libro de Miami, noviembre 1998), en que en el siglo XVI se hacía para recalcar que todos éramos iguales, de que podemos ser como el “otro” al ponernos su traje, en ese afán populista pre-moderno que permeaba ciertamente la cultura de entonces. Pero dada la distancia que nos separa, y colocados en estos nuestros tiempos posmodernos, el travestismo se ha convertido en cuchillo de doble filo pues ya ha sido lo suficientemente explotado por la “industria del entretenimiento”, hasta devenir en casi un sub-género definitivamente de tipo consumista (“el drag queen show” en Estados Unidos), lo que opaca e interfiere con la recepción de este material en apariencia iconoclasta (Román 1992:212). En América Latina ha sucedido otro tanto, pasando la “loca” travesti a ser el “gracioso” de la época (no descartamos la posibilidad de señalar la película francesa “La câge aux folles”, convertida luego en musical de Broadway en 1983, como el detonador de esta modalidad). El crítico E.A. Moreno Uribe, refiriéndose al teatro venezolano contemporáneo de esta índole, el que él denomina como “chacaitesco” (por ser en el Teatro Chacaíto de Caracas donde se presentan muchos de estos espectáculos) señala que para asegurar el éxito comercial de cualquier comedia o sainete, fuera de eliminar personajes esenciales a la obra original y alterar el léxico de la misma popularizándolo, se llega a la “clave de la fórmula teatral” con:

(…) la presencia de un personaje amadamado o una simple “loca”, o la vulgar marica (como lo identifican los diccionarios), quien realiza las labores propias de un personaje gracioso, casi siempre el cachifo o el valet de cámara de algún señor o señora. Esta fórmula, repetida a lo largo de dos décadas, ha resultado una especie de “gallina de los huevos de oro” para los empresarios y todos los que se han involucrado en el negocio. (1993:11)

En México, Victor Hugo Rascón Banda, refiriéndose tanto al número como a la popularidad de los espectáculos gays de travestis que se han propagado por toda la ciudad de México, se pregunta si “será un nuevo subgénero teatral en proceso de transformación que llegará a ser un nuevo género con reglas propias y un público fiel”, y exhorta a “alguien del CITRU, o del INBA, o a un estudiante universitario” a que estudie y evalúe este fenómeno seriamente (1998:65).

Por otra parte, aunque no se haga con fines comerciales, como es el caso de “Quinceañera”, es de notar que estos hombres vestidos de mujer, homosexuales o no, salvo raras excepciones, no actúan como si fueran mujeres, sino reproducen la visión estereotipada, a veces caricaturizada al máximo, que el más recalcitrante machismo ha producido lo que, en otras palabras, equivale a salir de una representación hegemónica para caer a pie juntillas en otra. “Drag (el travestismo) es una manera de jugar con el género, no necesariamente un esfuerzo por esconder su verdadero género”, señala sutilmente J. Terry (1991:64), y, en este sentido, no podemos dejar de repetir, con varios estudiosos de la sexualidad gay latinoamericana, que a diferencia de otras culturas como puede ser la anglosajona, algunos aspectos de esta sexualidad siguen estando “organizados a lo largo de las líneas jerárquicas de dominación/ subordinación en que se circunscriben los roles de los géneros y las relaciones” en un medio patriarcal (Almaguer 1991:96). Hay otro aspecto de la representación teatral del homosexual en escena que nos viene a la mente a partir de un reciente artículo de D. Foster en el que señala que la “heterosexualidad compulsiva” de la sociedad es un master narrative (“gran relato”) y como tal funciona en calidad de ideología. Esto quiere decir que cuando un homosexual sube a la escena “su presencia está mediatizada por las maneras en que se puede o no se puede mostrar la desviación de la norma en la heterosexualidad compulsiva” (1999:20). Es quizás por esto que al vehiculizarse al homosexual como alguien grotesco, absurdo, exagerado y parodiado, se lo filtra, de alguna manera, para que el público heterosexual lo acepte y lo celebre pues, en principio, y en efecto, no está siendo confrontado ideológicamente; de ahí la posibilidad de su éxito de taquilla, aparte de los méritos interpretativos de cada actor, con el público en general.

Por supuesto que el travesti también se ha utilizado con fines absolutamente dramáticos y como tal es un personaje que empieza a tener trascendencia y cierta popularidad en obras latinoamericanas: el mexicano Oscar Liera lo emplea en “La Ñonga” y en “El lazarillo”; el director chileno Alfredo Castro lo utiliza en su Teatro La Memoria en el popular espectáculo de “La manzana de Adán”, con textos de Claudia Donoso, en el que intenta mostrar el mundo interior casi impenetrable de seducción, represión, pérdida y soledad de una madre y sus dos hijos travestis; la peruana Sara Joffré, en su desgarradora obra “La madre”, sugiere que puede ser llevada a la escena tanto por una mujer mayor como por un travesti avejentado; en Argentina, Susana Torres Molina ha usado el travestismo, tanto en sus performances como en la popular obra “Y a otra cosa mariposa”, en la que el machismo porteño es presentado desde el punto de vista femenino a través de personajes/actrices vestidas de hombres, por mencionar tan sólo unos ejemplos entre los más conocidos. En este sentido, también es importante contar con la opinión de críticos, como M. Garber, para quien el travestismo denota una “categoría en crisis en algún otro lugar” (“category crisis elsewhere”) que tiene que ver con un “un conflicto no resuelto”... que “desestabiliza la cómoda binariedad desplazando la molestia resultante a una figura que ya habita y de hecho encarna la marginalidad” (1992:17). Otros investigadores lo han interpretado a través de la sicología, como una “práctica fetichista”...

(...) whose object is to “disavow”, in Freud’s term, the male child’s traumatic sight of the woman’s lack of penis, interpreted as castration, through a phallic substitute. By wearing the woman as fetish, the transvestite seems to have claimed the “wholeness” of his own masculine identity. (Cruz-Malavé 1995:157).[7]

En cuanto al tema de la muerte como rito y pasando a otra disciplina, la antropología, éste siempre ha sido uno de los temas preferidos tanto por etnólogos como por antropólogos y explorado en no pocos performances de este tipo. “En muchas sociedades”, nos dice el antropólogo R. Rosaldo, “el espectáculo de la muerte visto desde fuera, es visual” (1993:57), lo que en parte ha reducido la fuerza de las emociones a su mera expresión física. Esa teatralidad de la muerte, combinada en todo caso con los efectos del SIDA, ha conminado a varios escritores y performers a traspasarla a la escena. La citada obra “Men on the Verge of a His-Panic Breakdown” (1994), de Guillermo Reyes, presentada en California, así como en el Off-Broadway newyorquino y en buena parte del país, nos suministra un ejemplo. Compuesto el performance por “ocho escenas” y un “epílogo”, en cada una de ellas se articulan las dificultades de los inmigrantes gays, a veces ilegales, en la sociedad norteamericana tratando desesperadamente de hacer realidad su “sueño americano”, el que incluye vivir su sexualidad libre y abiertamente. La crítica M. F. Lockhart, refiriéndose a la producción gay latina en la que incluye la obra de Reyes, señala la diferencia entre las obras norteamericanas, en las que la diferencia sexual es lo fundamental, mientras que en las de los latinos lo que “típicamente se enfatiza son las diferencias étnicas y raciales así como la necesidad de negociar su sexualidad dentro de los dos paradigmas”, lo que obviamente se percibe y se expresa en términos conflictivos (1998:69). “Men on the Verge…” está interpretada por un solo performer que nunca deja el escenario, transformándose en cada personaje con la ayuda de un utensilio indicativo como es el cigarro, en la escena titulada “Castro’s Queen”, sobre un refugiado cubano que llegó a Estados Unidos con el movimiento inmigratorio conocido como el “Mariel” y fue a parar a Phoenix, Arizona, porque su familia en Miami no toleraba sus inclinaciones sexuales. La número siete, “The Drag Flamenco”, trata sobre un joven bailador original de Fuentevaqueros, España, transplantado por su amante/explotador a Estados Unidos, y ahora abandonado en un hospital donde se está muriendo de SIDA. Su último acto, con castañuelas, peluca, maquillaje y zapateado, es despedirse con “estilo”, como una “indulgencia final que le permitirá vivir para siempre y quizás amar y ser amado otra vez”:

They said it couldn’t be done. Why couldn’t she just stay in her hospital room? Why couldn’t she just take her AZT with Zima and sleep tonight? No, instead, La Gitana insists--as her ancestors did--to perform until that final moment, that grand moment when the last breath passes through her ruby red lips. She’s a stubborn one, this gypsy tramp, esta puta gitana asquerosa y muy tramposa! Y ya está aquí--in her sold out performance. There will be no extensions..... (Manuscrito sin publicar, 28)[8]

El sobrevivir la enfermedad, aunque sea en el recuerdo de una imagen, es una constante de esta dramaturgia. Permanecer entre nosotros, como quería Copi cada vez que se presentara su obra “Una visita inoportuna” (1987) (cit. por Linda Anguiano 1997:49), lo llevó a teatralizar su propia muerte en el personaje de Cirilo, un actor otrora famoso ahora muriéndose de SIDA. Copi fue el nom de plume del dramaturgo y narrador Raúl Damonte Botana, nacido en Argentina en 1939 y muerto, víctima del mismo mal del que murió su personaje Cirilo, en París en1987, adonde se había mudado desde 1962. La obra consta de un solo acto, la “última función” del actor, quien decide desde el principio de la misma, justamente en el día de su cumpleaños en el que también “celebra” sus dos años con SIDA, que morirá ese mismo día a las 5:00 de la tarde y así lo cumplió. Escrita originalmente en francés, la obra se presentó en París en 1988, dirigida por Jorge Lavelli en el Théâtre National de la Colline, donde gozó de una exitosa temporada. En 1992 fue llevada a las tablas por Maricarmen Arnó en Buenos Aires, en el recinto del Teatro General San Martín, usando la traducción de la madre de Copi, Georgina Botana. Es indiscutible que el tema central de la obra es la muerte pero, por encima de ella, es su “teatralización” la que se impone.

Copi, en efecto, juega todo el tiempo con el concepto de la meta-teatralidad y es justamente este vaivén entre la “representación teatral” tradicional y el performance lo que nos llevó a incluirlo en este estudio. Para él/Cirilo, el mundo es un escenario y de la manera teatral como se entra hay que salir; la muerte verdadera no debe envidiar para nada a “la que se envuelve en negras vestiduras en un escenario” (Manuscrito, s.f., 28). Oscilando entre la tragedia (“Hamlet”, obra que se prepara a representar Cirilo), el melodrama (“La traviata” es la referencia textual que nos remite por supuesto a “La dama de las camelias” y a su muerte efectista) y la comedia, “Una visita...” se coloca en un plano en el que se mezclan todos los géneros, dando paso a un malabarismo intertextual que termina apropiadamente con Cirilo, como travesti, listo para dar su performance final. Por otra parte, el tono paródico permea la obra; los personajes, con la excepción de Huberto, el acólito/alcahuete y/o ex-amante de Cirilo, son referidos por la profesión que ejercen: enfermera, profesor, periodista y Regina Morti, la muerte. Obviamente caricaturizados todos, el profesor practica lobotomías a diario y mantiene una relación íntima con la enfermera, siempre sobre un triciclo; ésta se droga con opio, igual que lo hace Cirilo y Huberto, lo que le produce efectos oníricos y Regina come desproporcionadamente y entona arias operísticas. Se puede decir que todos actúan “absorbidos” por la teatralidad. En la producción que dirigió Abel López en 1997, con el Teatro Gala en la ciudad de Washington DC, el escenario se disfrazó de manera estrafalaria con listones de satín cubriendo la puerta, un cubrecama de piel de tigre y un ropero lleno de trajes vistosos de diva teatral, reforzando la imagen de un cuarto de hospital convertido en camerino. En la de Arnó, en Buenos Aires, se dividió el espacio en tres niveles visuales denominados “la realidad, la teatralidad y lo onírico”, ocupando este último el subsuelo. Al final de la obra, Cirilo desciende al mismo en “traje de novia”, a consumar su matrimonio con Huberto, “escapándose” de los brazos asfixiantes de Regina Morti; el sexo como último refugio que es también una alternativa a la muerte. El participar metafóricamente en el único acto que hace al invididuo inmortal, aunque la procreación no sea su finalidad, es de alguna manera una celebración de la vida.

Si en el contexto norteamericano era importante destacar la resistencia racial y étnica contra la que se sienten llamados a luchar los dramaturgos/performers, en la que se inscribe casi toda la producción latina, incluida la gay; en la francesa hay que anotar la fuerte corriente de la parodia/travestismo con Jean Genet a la cabeza (mencionado de paso en “Una visita...”), con la que encaja Copi. Este hecho ha llevado a algunos críticos a ubicar la obra de Copi exclusivamente en la tradición europea de posguerra. Sin embargo, aunque es innegable su cercanía con el teatro del mismo Genet, Ionesco y aun con Beckett, no podríamos tampoco obviar la influencia que el grotesco argentino haya podido tener en el autor con su apego a la parodia, al juego de inversiones caricaturescas, del ser y el parecer, evidentemente pasando por Pirandello, quien ha llenado de ricas connotaciones el teatro del cono sur.

No solamente Copi ubica su obra en el contexto histórico argentino, al referirse Cirilo a su padre quien “colaboró durante la resistencia al derrocamiento de Yrigoyen” (20), sino que si hay que buscar antecedentes en la dramaturgia del país bastaría remontarnos a la obra pionera, y ya bastante estudiada, “Los invertidos” (1914) de José González Castillo. Como bien señala G. Geirola, no sólo se “ponen en juego distintos códigos teatrales (sainete, melodrama, tragedia)”, como en la obra de Copi, sino que, a través del marco teatral, González Castillo usa el travestismo para comprobar:

(…) que la práctica de una vertiente de la sexualidad no es forzosamente limitativa y que la transgresión es, hasta cierto punto, parte de la lógica del deseo; en otras palabras, el texto parece decir que la práctica de una vertiente de la sexualidad no cancela la posibilidad de una variación... (1995:82).

Si hay algo que llama la atención, y también probablemente el rechazo, en la obra de Copi, es la manera “desproblematizada” con la que el autor enfoca su sexualidad. Copi hace realidad aquel viejo dicho de que “hasta en la muerte hay vida”. Ante la posibilidad de haber “conquistado” al periodista, Cirilo se prepara:

CIRILO: La vieja técnica sigue dando resultados. Un golpe de seducción: una caricia, un arañazo. Ya no queda más que empujarlo al amor enloquecido. Esta noche me juego el todo por el todo. ¿Están aquí todavía la chaqueta de gamuza con flecos y el echarpe indio de Cerrutti? (36).

Su abierta aprehensión hacia la mujer está contrarrestada por el hecho de que cuando fue joven lo “hizo” con varias, incluyendo la hermana de Huberto, dejando en el aire la posiblidad (como en los mejores melodramas televisivos) de que el periodista, quien resultó ser hijo de la misma, sea el suyo propio, aunque Huberto, de paso, declaró haberse acostado antes con su propia hermana. Este último, por su parte, sufre de “tristeza post-coito” perenne...: “un solo coito y medio siglo de tristeza. Pero no les diré quién fue la cómplice de ese coito porque les daría risa” (50).

Otro de los leitmotivs de la obra que enlaza a Copi/Cirilo, no tanto en el contenido como en la actitud del personaje, con otros exitosos dramaturgos y obras gays, tanto europeos como norteamericanos, es ese aire de mundo elegante, familiarizado de cerca con el ámbito de la ópera, en el que los objetos de marcas prestigiosas, el buen vino, y los manjares sofisticados se codean, que nos trae a la mente a autores como Terrence McNally (“The Lisbon Traviatta”, “Master Class”) en Estados Unidos, pero también a los ingleses Noel Coward, o al mismo Oscar Wilde, uno de los dramaturgos más celebrados en este fin de siglo, dentro y fuera del teatro, cual símbolo de la liberación sexual gay que estamos viviendo. Esta imagen sofisticada del homosexual se está convirtiendo en un estereotipo que ya ha llamado la atención de la crítica. Stanley Crouch escribía en 1982, para el diario Village Voice de Nueva York, que el hombre gay, en tanto que hombre (en oposición a la mujer por supuesto), se siente un ser superior dentro de la cultura occidental y antes que aceptar definiciones inferiorizantes como las que lo han estigmatizado prefiere...

..draw up their own maps to the land of the aristocrats and define themselves as a chosen people suffering at the hands of insecure and sadistic barbarians. This probably accounts for the obsession so many homosexuals have with taste, art, style, and minute detail--in lieu of procreation, it allows association with the ageless greatness of human history. (1982:13, cit. por Hanna 1987:33)[9]

Siguiendo por esta línea, Copi toca uno de los puntos álgidos del discurso de la sexualidad gay y es que, en no pocas instancias, el proceso de estilización de la libertad sexual conlleva la exaltación de la belleza física masculina y el culto a la juventud (la llamada por algunos “cultura narcicista del músculo”), y casi sobra decir en contrapunto total con la posición lesbiana. El periodista desde que aparece en escena acapara la atención vital de Cirilo por la única razón de ser joven y, por lo tanto, absolutamente deseable, aunque, de hecho, lo encuentre aburrido después. Sus primeras frases hacia él, después de recordarle que su mal no es contagioso, es compararlo con “un Boticelli que está en Verona, un pastorcillo vestido con una piel de cordero, en tercera fila, un poco a la izquierda de la virgen” (21). Por otra parte, el culto a la juventud que se le rinde al joven por el autor/creador de más edad es un tema recurrente en la literatura occidental y en la oriental si se tiene en cuenta, por supuesto, la poesía árabe. Atando cabos en este estudio, el mismo Foucault indica que “muchos elementos de la cultura [griega clásica] muestran que el hombre joven está a la vez indicado y reconocido como un objeto erótico de alto precio” (1984:252). Oscar Wilde, por su parte, refiriéndose a su famoso amante Lord Alfred Douglas, quien en una ocasión le hizo entrega de un premio públicamente, antes de que se desencadenara el “escándalo” de sus relaciones, declaraba en una de sus frases más citadas que: “Only youth has the right to crown an artist”. (“Sólo la juventud tiene derecho a honrar a un artista”) (cit. por Coakley 1996:205), y el citado escritor francés André Gide explora el tema en su celebrada novela “L’Inmoraliste” (1902), llevada al teatro en Broadway en 1954 por Ruth y Augustus Goetz, convirtiéndose, al decir de K. Curtin, en la primera obra en romper con el esquema homofóbico tradicional de las tablas newyorquinas (1987). Del otro lado de esta escala de valores, la fugacidad de la juventud hace que las relaciones de este tipo sean por lo general un tanto más aceleradas, debido al estado precario de su duración, y, a veces, bastante torturadoras por el miedo siempre presente a la inevitable caducidad humana.

Bajo este criterio, la pérdida de la juventud es la peor tragedia que pueden afrontar estos personajes. Este es, de hecho, el meollo del drama “El bolero fue mi ruina” (1997), del grupo Pregones de Nueva York, con Jorge Merced en el papel tanto de la “loca” como de su “bugarrón” --el Nene Lindo--, bajo la dirección de Rosalba Rolón. El performance está basado en el cuento “Loca, la de la locura”, del lamentablemente desaparecido autor puertorriqueño Manuel Ramos Otero (1848-1990), víctima del SIDA también. Entre los lapsos que nos permiten las masturbaciones del vecino de celda encontramos a la “loca” en la prisión, pagando la condena por haber asesinado (acuchillándolo) a Nene Lindo, y rememorando a través del bolero (“Piedad”, “Dos cruces”, “Si me comprendieras”, etc.) sus mejores y peores momentos. Estamos ante la tragedia de una loca que por temor a envejecer y al abandono de su amante ante su próxima calvicie... “cuando dejen de usarse las pelucas”, o... “a las patas de gallo que no quisieron escuchar consejos”..., y al acercarse la hora de recibir “esa otra orden de desahucio”..., es casi con alivio que acoge su soledad para quedarse “tranquila”..., “caminando por la vejez como una cucaracha que camina por una pared blanca sin miedo a que le den un chancletazo”.

Con una actuación considerada por la crítica como “camaleónica” (La Fountain-Stokes 1997:24), Merced juega con los estereotipos en su interpretación tanto de la loca como del bugarrón. La primera, con maquillaje completo, peluca y traje de luces, canta boleros en un cabaret prometiendo apasionadas noches de amor y entrega total; mientras que el segundo, en terno blanco, sombrero panamá y clavel en la solapa, promete “trompadas”, “pingazos”, “puños” y “bofetadas”. En esta rigidez de comportamientos excesivos, el conflicto que genera la tragedia no se hace esperar cuando la loca en la cama pretende revertir la codificación de los roles y ser ella quien penetra en vez de ser penetrada. El bugarrón, como es de esperarse, responde con violencia y termina apuñalado por la loca. Dentro del contexto del discurso de la identidad que ha dominado las letras puertorriqueñas de las últimas décadas, estamos ante la sublevación de la “categoría en crisis”, de la que habla Garber en su citado estudio (1992), que se levanta contra el patriarcalismo imperante. En un marco colonialista como éste, la relación entre estos individuos es totalmente vulnerable a cualquier cambio, además de que está siempre al borde del precipicio, como señala José Piedra en su esclarecedor ensayo “Nationalizing Sissies”:

The bully-sissy type of exchange emerges as a type of colonialism based on an oppressive manipulation of someone else’s gender coding and sexual behavior accompanied by a reppressive attitude toward one’s own--and by extension, toward the act itself and the gender coding and sexual behavior of the sissified target. The exchange remains tantalizing secretive, possible explosive, and potentially reversible. (1995:373)[10]

Por otra parte, A. Cruz-Malavé señala que “el espectro de la homosexualidad persigue al discurso hegemónico de la identidad nacional puertorriqueña” y, en este sentido, “el homosexual no sólo es su otredad excluida sino la abyección de su propio ser”. El investigador ilustra su teoría a través de textos de los ya “clásicos”, y bastante “canónicos”, René Marqués y Luis Rafael Sánchez, hasta llegar al cuento que nos ocupa aquí de Ramos Otero, para quien la “loca” fue su “personaje autorial más frecuentemente asumido”. Pero en vez de servirse de éste para convertirlo en una “imagen conpensatoria del hombre y de la identidad nacional”, lo inscribe en una trama que realza, de hecho, su homosexualidad, confirmándola bajo sus propios términos, aunque muchas veces termine cayendo en su propia trampa que lo lleva a la destrucción (1995:141-157). En “El bolero fue mi ruina”, es paradigmático el hecho que al final, ya cumplida su condena, una loca avejentada y sin maquillaje va a visitar la tumba de Nene Lindo y en medio de su supuesta congoja se queja de no tener por lo menos “una falda en campana que anunciara mi llegada”. Curiosa afirmación de esta “otredad” en un medio que parece, al contrario, apuntar hacia la des-femenización de los personajes gay, tratados seriamente en el teatro, lo que algunos críticos señalan como la “homofobia internalizada dentro de la misma comunidad gay” (Boney 1996:35-58, cit. por Lockhart 1998:76).

Este esquema de la rebelión del homosexual, literal y figurada, contra la sociedad patriarcal, no sería completo sin que se dé en el seno de la familia, institución por excelencia encargada de regular la codificación de los géneros en la sociedad. Este es el tema de la obra “The Road” (“El camino”), del puertorriqueño Edwin Sánchez presentada en 1991 en la Escuela de Drama de Yale y luego en 1993 en el Circle Repertory Theater Lab de Nueva York. Según el investigador John Miller, el estilo paródico de la obra nos trae reminiscencias de “El sueño americano” de Albee, con elementos de Ionesco y Arrabal, inscribiéndolo en la corriente de otros performers conocidos en la ciudad de los rascacielos:

“The Road” is not traditional theater but a performance piece in the tradition of Spaulding Grey, John Leguízamo and Eric Bogosian. The monologue somewhat supplemented by two minor characters, the parents, is an experiential diatribe and a lament of an “everyman with Kaposi’s sarcoma” --the visible mark of the marginalized. (1994:49)[11]

El escenario, dividido en dos espacios, representa por un lado el mundo doméstico de Jack y Clara Miller y, por el otro, menos realista, el estado de ánimo del protagonista Ralph, de 35 años, en su continuo deambular por Estados Unidos en busca quizás de un sitio adecuado para morir con dignidad. A través de las tarjetas postales que Ralph envía a sus padres nos enfrentamos al conflicto entre un tipo de “normatividad” que representa lo moralmente establecido y una forma de subjetividad que rechaza los principios esenciales de esa posición. UnaS veces subrepticiamente y otras de manera más abierta, el personaje va articulando su homosexualidad en discurso, convirtiéndola en una realidad a la que los padres tienen que enfrentarse llegando, en algunas instancias, al rompimiento total, al odio y al sentido eterno de la culpabilidad, antes que dar su brazo a torcer ante el inevitable como cercano final del hijo. De manera por demás penosa, repasamos en la memoria de Ralph los eventos o enfrentamientos con sus padres que fueron fudamentales -desde la infancia y la adolescencia, hasta el momento en que es diagnosticado como portador del virus- para la construcción/deconstrucción de su género. De hecho, la obra comienza con una pesadilla de Ralph en la que asesina a sus progenitores y luego se suicida. Sin embargo, los tres se aferran desesperadamente a prolongar la comunicación, a través de las esporádicas tarjetas postales, como si no sólo la vida de Ralph sino la de los tres pendieran de un hilo que pudiera ser cortado en cualquier momento, aunque las misivas no sean recíprocas (Ralph nunca deja remitente, por lo tanto las respuestas de los padres no llegan nunca). Paradójicamente, siendo la comunicación “real” de una sola vía, Ralph no sólo convierte en discurso lo que debería ser debate, sino que parece subrayar, de entrada, la inutilidad del diálogo con los “representantes” del poder, en este caso sus padres.

El formato de las cartas en la literatura tradicional se convirtió en género -el epistolar- y ha servido siempre como molde, al decir de la investigadora N. Domínguez, “a través del cual establecer una contienda sobre representaciones y autorrepresentaciones dentro de la institución literaria y por el cual hacer circular materiales, contenidos y procedimientos que darían cuenta de los modos de escribir de cada época” (1998:35). Muy apropiadamente, en estos tiempos posmodernos, las misivas epistolares se ven reducidas al fragmento, a la tarjeta postal, lo que, a su vez, da cuenta de una instancia “literaria” que se desplaza metafóricamente hacia lo residual, en donde varios estudiosos de nuestra contemporaneidad ven la única posibilidad de una lectura política y social (Achugar 1992:94, cit. por Masiello 1998:19).

Por otra parte, es a través del cuerpo, el cuerpo en tanto que disidente, el cuerpo deteriorándose por los efectos devastadores del SIDA, que Ralph va registrando ese proceso visceral de la alteridad como discurso alternativo. El lenguaje referencial es uno que adrede enfrenta el mundo puritano religioso de sus padres con su realidad gay, escueta y abiertamente; una realidad de encuentros fortuitos en bares gay, de experiencias juveniles, de sexo oral con camioneros, en fin, de la búsqueda del placer efímero en pos del momento perfecto, sin ataduras. En este sentido, las tarjetas postales de Ralph van creando una red en la que la lucha consigo mismo y la afirmación incesante, aunque dolorosa, de su realidad, por la divergencia con la de sus padres, se constituye en tratado. En él se combinan, por un lado, la intensificación del placer, con la resistencia también intensa al control familiar y, por el otro, se valoriza al cuerpo como objeto de conocimiento con su propia sexualidad, que lo lleva, a su vez, a afirmar su independencia de la sujeción del poder, ya sea social y/o político, que representan sus padres.

En efecto, Ralph parece haber exorcizado sus demonios y se declara “guilty-free,” (“libre de culpa”) cuando ya se acerca a la etapa final de su atormentada vida: “There was a time in my life when I was embarrassed to be me >cause I thought you were both embarrassed that I was who I was.” (“Hubo un tiempo en mi vida en que yo tenía verguenza de mí mismo porque pensaba que ustedes se avergonzaban de que yo fuera quien era”.) En una sociedad asfixiante, como la que representan los padres de Ralph, cuya sexualidad está codificada rígidamente, aun cuando a veces aparente no serlo, esta clase de enfrentamientos son necesarios para que el derecho a la alteridad, a ser diferente en cualquier sentido, ocupe un lugar central en nuestro cuestionamiento, llegando a desfigurar un tanto el patriarcado con su ideología de la “heterosexualidad compulsiva” de la que hablaba Foster. Es evidente, como hemos visto, que el performance, por su estilo directo y hasta cierto punto aun marginal y contestatario, dentro de las artes escénicas está contribuyendo a la re-visión del discurso de la sexualidad y a la deconstrucción del patriarcado en estos nuestros tiempos posmodernos.


BEATRIZ RIZK (Colombia/Estados Unidos) es profesora, crítica, promotora e investigadora teatral. Es autora de los libros: “El Nuevo Teatro Latinoamericano: Una lectura histórica” (Minneapolis: Prisma Institute, 1987), “Enrique Buenaventura: la dramaturgia de la creación colectiva” (México: Escenología, 1919), y co-autora de “Latin American Popular Theatre: The First
Five Centuries” (Albuquerque: Univ. of New Mexico Press, 1993), entre otros.
Actualmente dirige el Componente Educativo del Festival Internacional Hispánico de Miami.


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[1] Este ensayo forma parte del libro Posmodernismo y teatro en la América Latina: teorías y prácticas en el umbral del siglo XXI que será publicado próximamente por la Editorial Iberoamericana (Verveurt).

[2] Queer significa en inglés literalmente “lo diferente”, “lo raro”, o “lo anormal”. Usado en sentido peyoriativo por la mayoría de la población norteamericana, el término está ahora en vías de reivindicación, apropiación y re-semantización por los grupos interesados.

[3] “Lesbiana es una palabra escrita en tinta invisible, legible sólo cuando se pone delante de la llama y auto-destructiva, un truco de prestidigitación delante de mis ojos cuando las letras aparecen y desaparecen en el papel en el que están escritas, como el campo que las inscribe”. Las traducciones al español son de la autora de estas líneas.

[4] “Hay que subrayar que, en cuanto a la práctica de los placeres sexuales, se distinguen claramente dos roles y dos polos, como también se pueden distinguir en la función generatriz; son dos valores de posición--del sujeto y del objeto, del agente y del paciente: como dice Aristóteles, ‘la hembra en tanto que hembra es de hecho un elemento pasivo y el macho en tanto que macho un elemento activo’”.

[5] Algunos de los libros de obligada mención aquí son los de Ian Lumsden, Machos, Maricones and Gays: Cuba and Homosexuality (1996) y Homosexuality, Society and the State of Mexico (1991); o los artículos de Roger Lancaster, Subject Honour and Objet Shame: The Construction of Male Homosexuality in Nicaragua (1988); Jorge Salessi , The Argentine Dissemination of Homosexuality, 1890-1914, (1995); Arnaldo Cruz-Malavé, Toward an Art of Transvestism: Colonialism and Homosexuality in Puerto Rican Literature (1995); y Tomás Almaguer, Chicano Men: A Cartography of Homosexual Identity and Behavor (1991).

[6] “Él experimenta una otredad social pero una igualdad biológica. O sea que está básicamente en una relación teatral más que especulativa con su propia naciente “identidad” como otro. Debe siempre representar esa identidad, su diferencia, antes de que la pueda pensar adecuadamente e imaginar las posibilidades culturales para asimilarla y acceptarla”. El énfasis es nuestro.

[7] “(…) cuyo objeto es el “desautorizar”, en términos freudianos, la traumática vista de la falta del pene de la mujer por el niño, interpretada como castración, a través de un sustituto del falo. Al usar la mujer como fetiche, el travesti parece reclamar la ‘integridad’ de su propia identidad masculine”.

[8] “Dijeron que no lo podía hacer. ¿Por qué no se quedó en su cuarto del hospital? ¿Por qué no se tomó su AZT con Zima y se durmió esta noche? No, en cambio, La Gitana insiste--como hicieron sus antepasados--en bailar hasta el momento final, ese gran momento cuando el último suspiro pase a través de sus labios rojos de rubí. Es una terca, esta veleta gitana, esta puta gitana asquerosa y muy tramposa! Y ya está aquí--en su performance totalmente vendido. No habrá extensiones...”.

[9] “(...) dirigir sus velas hacia la tierra de los aristócratas y definirse ellos mismos como un pueblo escogido que está sufriendo en las manos de bárbaros inseguros y sádicos. Está es probablemente la causa de la obsesión que muchos homosexuales tienen por el gusto, el arte, el estilo y el detalle minucioso--en vez de procrearse, esto les permite asociarse con la grandeza inmortal de la historia humana”.

[10] “El intercambio entre los tipos del macho-marica emerge como un tipo de colonialismo basado en la manipulación de la codificación del género y del comportamiento sexual de alguien más acompañado de una actitud represiva hacia los de uno mismo--y por extensión, hacia el acto mismo y la codificación del género y el comportamiento sexual del marica en ciernes. El intercambio permanece atormentadoramente reservado, posiblemente explosivo, y potencialmente reversible”.

[11] “El camino no es teatro tradicional sino un performance en la tradición de Spaulding Grey, John Leguízamo y Eric Bogosian. El monólogo, suplementado de alguna manera por dos personajes menores, los padres, es una diatriba experimental y un lamento de ‘cualquier hombre con el sarcoma de Kaposi’--la marca visible del marginado”.

 
 
Teatro CELCIT
AÑO 10. NÚMERO 17-18. ISSN 1851- 023X