TEATRO, CAMBIO DE SIGLO
Por José Monleón
Hace unos años,
cuando en España abundó el cierre de muchos teatros
del siglo XIX, la interpretación más superficial de
la noticia fue la de vincularla a la agonía del teatro. Desde
esa perspectiva, las nuevas formas de comunicación social,
el aumento de las propuestas de diversión, las facilidades
para el desplazamiento de un lugar a otro, la subida del nivel de
vida y la liberalización de las costumbres entrañaba
el fin, o la reducción a mínimos, de una expresión
que había vivido normalmente sobre otros supuestos. El diagnóstico
era falso porque identificaba el teatro sujeto a unas determinadas
circunstancias históricas con todo el teatro.
O, dicho de otro modo, interpretaba la liquidación de esas
circunstancias como la muerte del teatro.
La reflexión,
a mi modo de ver, debía ir por otros caminos. Porque si era
cierto que la democratización general de la sociedad española,
la paulatina reducción de las viejas fronteras de la burguesía,
más la suma de los fenómenos antes citados suponía,
en efecto, un duro golpe a las tradiciones teatrales españolas,
las consecuencias sólo podían ser dos: una, la construcción
de un teatro adaptado a los nuevos contextos sociales, económicos
y tecnológicos; y otra, la continuidad de ese teatro de arte
o teatro de revelación que, aún cuando conectado con
las realidades de su época, prosigue imperturbable su discurso.
Así ha sucedido,
en efecto, entre nosotros. A un público teatral pequeño
burgués más o menos estable, que seguía las
temporadas de los teatros y los estrenos de las compañías
que gozaban de su predilección desde los tiempos de los abonos
a la personalidad de unos empresarios que aseguraban las características
de los "productos de la casa"-, ha sucedido un público
potencial muchísimo mayor en número, pero que sólo
se moviliza ante aquellos espectáculos que, por una u otra
razón, alcanzan un valor en el mercado. Es decir, espectáculos
sujetos a costosas y machaconas promociones, protagonizados a menudo
por personajes beneficiados de alguna circunstancia extra teatral,
de elevados costos de montaje, que alcanzan en definitiva, a inscribirse
en la ciudad como una opción que es necesario satisfacer.
Lo que en otra época fue "un toque de clase" es
ahora una participación en los acontecimientos que, ensalzados
por los medios de comunicación, se consideran signos de la
época. Espectáculos, en fin, que hay que ver para
estar al día" no de la vida teatral como ocurría
antaño, sino de la vida social en su sentido más amplio.
Y digo esto, porque, durante todo el siglo XIX y hasta mediados
del XX, la "vida social' aludía sólo a un sector
de la sociedad española, que tenía entre sus hábitos
de clase la asistencia regular a los teatros.
Bastaría confrontar
la arquitectura de las antiguas salas presididas por una clara diferenciación
entre las distintas categorías económicas de los espectadores,
con los
nuevos teatros europeos,
con entrada y vestíbulo común, que procuran, precisamente,
evitar cualquier señal ostensible que marque las diferencias.
Por no hablar del vacío sistemático de buena parte
de los gallineros a menos que se trate de alguna representación
excepcional -, cuya incomodidad y su función segregadora
no es aceptada por nadie. Hoy, el espectador medio quiere sentirse
uno más en el teatro, y, sí no es así, renuncia.
El pase de las 14 a
las 7 funciones semanales, con la consiguiente modificación
de los horarios, ha sido también una respuesta a la nueva
realidad social, en la medida que facilita la participación
de un amplio sector que debe levantarse temprano para ir al trabajo.
Ello, conjugado con las demandas artísticas y laborales de
actores y técnicos, que ya no aceptan, como antaño,
encerrarse diariamente en los teatros desde la primeras horas de
la tarde a la madrugada. También la pérdida de su
antigua condición de lugar de reunión de la burguesía
ha afectado al uso de las salas teatrales, donde cada vez es menos
importante el recreo ornamental. Circunstancia que incluso ha incidido
sobre la estructura misma del espectáculo. a menudo sin entreacto,
frente a la exigencia tradicional de los dos entreactos.
En resumen, el teatro
acomodado a las circunstancias históricas" ha cambiado,
consecuentemente, para ajustarse a las nuevas peticiones sociales.
Y así va a continuar, afrontando la agonía de quienes
siguen ligados al pasado con el éxito y el riesgo de quienes
intentan sujetarse a las nuevas demandas.
Cualquier predicción
está fuera de la dinámica misma del teatro para abrirse
al posible futuro de una civilización que, a nuestro entender,
vive un periodo de cambio de una profunda intensidad, con diversas
salidas posibles, entre las que no hay que descartar, si la distancia
entre la ética y la ciencia sigue aumentando, un real apocalipsis.
Frente a esa perspectiva,
el teatro revelación, el teatro humanista, el teatro de arte,
que de todas esas maneras podríamos llamarlo, tendrá
que hacer las tareas de siempre. Tareas marcadas, en parte, por
las características de la cada época, pero, en última
instancia, fiel a las preguntas que el hombre lúcido se ha
hecho siempre. Así, por ejemplo, si un día resultó
perentorio afirmar la libertad frente a la dictadura franquista,
hoy hemos de hacerlo frente a la sacralización del mercado,
frente a la amoralidad del éxito, frente al encantamiento
de una realidad virtual" caprichosamente modificable,
para volver a ese espacio central, desde el cual encaramos nuestra
cotidianeidad y las posibilidades de una sociedad más racional
y más justa o, dicho con otras palabras, la creación
de una cultura presidida por el hombre, donde la agonía existencial,
las tragedias irremediables, se encaren sin temor, en el marco de
una historia solidaria y sin fanatismos.
Es significativo que
en un momento en el que la sociedad de mercado", es decir,
el capitalismo más agresivo, está proscribiendo una
serie de valores éticos, haya crecido de manera considerable
el censo de nuestros autores. Autores que saben de antemano las
dificultades del estreno y, en el caso de que se produzca, las difíciles
condiciones, artísticas y materiales, a las que habrán
de someterse. No parece que eso les impone demasiado. Autores hay,
desde luego, que siguen en la marginalidad porque no han conseguido
abrir las puertas porque en definitiva no cumplen lo que exigen
las circunstancias" para obtener el éxito. Pero
los hay también que asumen la condición de marginales
o periféricos sin el menor interés en someterse a
las reglas del mercado y que intentan dar una respuesta a su época
sin traicionarse, fieles al dictado de su observación y de
su experiencia. Son, de nuevo, la gran esperanza. Una esperanza
que, como sucedió con Lorca, no vive en la penumbra sino
que, en determinadas ocasiones, logra romper el cerco y llega a
la sociedad con la dignidad y la lucidez de quienes no renuncian
al más hermoso y secular discurso de la condición
humana.
En este punto creo
que hemos de combatir el esquema tradicional que ha propuesto siempre
la calificación de menor a aquel teatro que no se sujetaba
a los moldes convencionales. Cuanto hubo de renovador en el teatro
del 98 incluidas las supuestamente pintorescas críticas de
Pío Baroja- fue arrinconado en nombre de las normas de la
escuela benaventina. Fueron acusados de herméticos, elitistas,
amargados, intelectuales, etc., simplemente porque no aceptaban
las reglas que hicieron millonarios a los celebrados Benavente,
Muñoz Seca o los hermanos Álvarez Quintero Luego,
a lo largo de todo el siglo XX. la misma critica ha machado sistemáticamente
a cuantos autores han hecho de sus obras una indagación,
en los conflictos y en las formas, en lugar de volver una y otra
vez a los efectos y recursos establecidos. Establecidos, claro está,
por un sector de la sociedad española que sentía aprehensión
por el término intelectual y que había decidido hacer
del teatro ese espacio ingenioso y consolador donde rehacer, durante
un par de horas, su mundo.
Estamos ante dos expresiones
distintas del hombre, cada una con sus razones y sus objetivos.
Démosle a la palabra alternativo la acepción de alternativo
respecto de otro teatro" pero no de inferior a él. Muñoz
Seca ganó en el teatro con alguna de sus obras de éxito
más que Valle con todo lo que escribió. Cada uno estaba,
simplemente, en su sitio.
El peligro del especialismo
Esta dualidad del teatro
ha llevado a muchos, erróneamente, poco menos que a despreciar
la comunicación con el gran público. Se supone que,
dada la existencia de un amplio repertorio cuya mediocridad nace,
en gran parte del desmesurado afán de ser aceptado por mucha
gente, es decir de obtener el éxito, la comunicación
es un dudoso baremo. Según esto, a más público,
menos rigor; o lo que es igual, el gran teatro estaría hecho
para públicos reducidos.
De nuevo estamos ante
una generalización que, a partir de ciertas observaciones
fundadas, construye una teoría más que discutible.
Porque si es cierto que el éxito de una serie de obras se
ha basado en el acuerdo con un sector social de gustos e intereses
conservadores, no lo es menos que el gran teatro ha logrado a menudo
salvar las barreras de clase para convertirse en lo que hoy llamamos
un clásico.
José María
Pemán dijo en un homenaje a los hermanos Álvarez Quintero
-y es una cita que he hecho a menudo, por lo que tiene de esclarecedora-
que había dos clases de teatro, el teatro de lo sabido,
que repetía las ideas y las formas ya "aceptadas",
y otro, neurótico y enfermizo, que las cuestionaba y se perdía
en oscuras interrogaciones. En el fondo, es una división
que casi se corresponde literalmente con la que yo os he propuesto,
con la diferencia de que a Pemán, "el teatro de lo sabido"
le parecía un síntoma de salud social, propio de las
que él llamó etapas clásicas, mientras que
a mí ese teatro de la reiteración me parece un teatro
muerto, hijo del temor y del oficio.
Por contra, ese otro
teatro, de muy distintas características, con muy distintas
poéticas, situado fuera de lo sabido", metido
por el pensamiento conservador dentro de una misma bolsa, me parece
que es el único teatro revelador que merece la calificación
de artístico.
Esta apreciación
no puede conducirnos a la defensa de un teatro deliberadamente minoritario,
ni a contundir un rasgo fundamental del género dramático:
la presencia y participación del público. Ciertamente,
el público esta formado por individuos singulares, cada uno
de los cuales, desde su personalidad, su cultura y su momento biográfico,
hará su propia lectura de la propuesta escénica. El
público no es una masa uniforme, desde luego, y una de las
lacras del "teatro de lo sabido" estaba precisamente en
que al operar sobre una serie de ideas y referencias culturales
compartidas por todos los espectadores, conseguía masificarlos.
Es decir, creaba un "espíritu de clase" que se
adueñaba de las distintas personalidades.
Sostener que el teatro
solicita una participación personalizada de cada espectador
no supone, o no debería suponen, la eliminación del
concepto de público, que, a mi modo de ver, ni puede reducirse
a masa ni a una suma de individuos. El público es un sujeto
colectivo en el que las personas se manifiestan. Vinculado al hecho
de que el teatro sea un acto espacio-temporal, una manifestación
fugaz, física e irrepetible, y que la literatura no lo sea,
es obvio que la posición del dramaturgo no puede ser la del
poeta, que busca la creación de un espacio íntimamente
compartido con su lector, como sucede también con el novelista.
Aunque incluso en el campo de la poesía cabría distinguir
entre aquella que está hecha para ser leída de aquella
otra escrita para ser dicha. Y un mismo poeta, como son los casos
de García Lorca y Alberti, escribe una poesía formalmente
muy distinta según se sitúe en una u otra posición,
según se dirija al lector o a un grupo social, cosa esta
última que los dos hicieron, con su propia voz. a menudo.
Podría argüirse que el autor también escribe
para un espectador hipotético y desconocido cuyo juego sería
parecido al del lector de un poema o de una novela. Esto no es así,
sin embargo, porque, como ha reiterado el teatro moderno desde Adolf
Appia a nuestros días, estamos ante una comunicación
actor-espectador es decir, entre sujetos precisos que conviven en
el acto de la creación y que condicionan en cada caso el
sentido de la propuesta textual. De muchos autores dramáticos
fundamentales, como sería el caso de Lope de Vega, podría
decirse que, en determinados momentos, se valieron de medios que
les permitieron, precisamente, la comunicación con el público.
Medios que nos parecerían artificiosos si no los sintiéramos
como la forma dramática que conviene a la historia que se
representa, en voz alta y ante un público Oponer al teatro
de receta" un teatro confesional es, me parece, un error, porque
está en la naturaleza misma de la expresión dramática
el encontrar poéticas vinculadas a la representación,
con actores y públicos concretos. Por este camino creo que
hemos llegado a un punto peligroso que ha enfatizado la estética
"de la percepción individual", y. en buena medida,
ha menospreciado la condición histórica del publico.
El público evoluciona y es parte dc la realidad social. Y
me parece que el autor debe encontrar los caminos para acercarse
a él sin traicionarse. La "teatralidad" es el lenguaje
del teatro. Y hay que construirla sin refugiarse en parámetros
expresivos que le son ajenos y que encuentran su total justificación
en el ámbito de la literatura.
El hecho de que la
moral del mercado esté masificando el criterio de amplios
sectores sociales no puede ser una invitación al teatro monacal.
Es, desde luego, un obstáculo grave, que justifica la necesidad
del dramaturgo de "encerrarse con su espectador" y ponerse
al margen. Pero, al igual que los Valle, Lorca o Buero tuvieron
claro que rechazar el criterio de la pequeña burguesía,
el "teatro de lo sabido", no suponía dar la espalda
a la realidad social española también hoy habríamos
de evitar el hacerlo en nombre de la honestidad personal, en tanto
que esta última, si de teatro hablamos, nos obliga a mediar
en lo que ocurre a nuestro alrededor. Es cierto que en nombre de
la didáctica y de la voluntad dc transmitir determinados
mensajes e ideas, el teatro supuestamente transgresor se ha poblado
muchas veces de clichés y reiteraciones, muy parecidos, aunque
fuera otra su intención, a los de ese "teatro de lo
sabido que tanto apreciaron las burguesías conservadoras.
Pero ello no deberla traducirse en una especie de abandono
de la sociedad, en un rechazo de la época, para sacar
a la luz titubeos y conflictos, que, puestos sobre la escena, adquieren
una condición clínica.
Todo esto exigiría
un análisis pormenorizado, con la cita de autores, obras
y escuelas. Pero siquiera en términos generales, quiero señalar
el riesgo de que, huyendo de lo "sabido, construyamos
un teatro sin drama, textos que solicitan un tipo de comprensión
intelectual, sin esa implicación de la totalidad del ser
humano que es propia del gran teatro, de la representación
de la sociedad, de todas las épocas. Hay que alterar el punto
de vista, pero la materia es la misma.
Este problema se da
no sólo en el campo de la escritura, sino también,
en el de la representación. Mi experiencia en varios jurados
internacionales suelo saldarla enfrentándome a determinados
críticos y gentes del teatro que construyen su discurso al
margen del curso de la historia, del lugar y el tiempo donde se
estrenan las obras, de la naturaleza de sus públicos o de
cuanto pueda haber en el lenguaje escénico de revelación
de los marcos sociales. Vuelven al discurso endogámico, al
teatro dentro del teatro, ahora más encerrado que nunca en
la atribulada alma del autor.
Pienso que hemos de
intentar que el teatro alternativo" lo sea, respecto
del otro, por su libertad y sus ideas, pero no por su oscuridad.
El hecho de que lo proclamen hermético quienes viven en un
distinto sistema de valores, en una cultura distinta, es lógico.
Pero necesitamos que el autor y la representación sí
lleguen a públicos formados por quienes están cerca
de ellos y comparten una necesidad que al teatro como a las demás
artes, le corresponde iluminar.
Esto que digo no es,
por supuesto, una norma. Quien renga talento saldrá adelante
y quien no lo tenga, no saldrá, sin que quepa aplicar ninguna
fórmula poética. Simplemente, uno quisiera expresar
la necesidad de que el teatro enmarque su absoluta libertad en el
respeto y la atención a los públicos, a los grupos
sociales que buscan donde encontrar fuerzas para afirmar su espíritu
critico y su inserción social; al tiempo que su insondable
individualidad.
JOSÉ MONLEÓN.
Fundador y director de la revista Primer Acto (1957, España),
que sigue publicándose bimestralmente. Fundador y director
del Instituto Internacional del Teatro del Mediterráneo (1990).
Director del Festival Madrid Sur. Ha publicado alrededor de veinte
libros dedicados al estudio histórico y estético del
teatro, de ellos, varios sobre América Latina. Autor de cuatro
textos dramáticos, estrenados y publicados. Participante
en medio centenar de libros colectivos. Interesado desde finales
de los 60 por el teatro latinoamericano. Asiduo colaborar del CELCIT.
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