LA ESCENA IBEROAMERICANA, CHILE
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TEATRO NACIONAL CHILENO. AUGE Y NUEVA CRISIS
Por Pedro Labra Herrera

Es difícil pensar en otro país del continente en que el sistema universitario haya ocupado un papel tan preponderante como gestor e impulsor de todo un movimiento cultural y artístico de su nación, como sucedió en Chile en los años 40. Factores muy diversos confluyeron para que, hace ya sesenta años, las principales universidades cobijaran un gran remezón que propició el nacimiento de compañías teatrales y de danza, orquestas, coros y diferentes instancias en otras expresiones artísticas, que hasta hoy subsisten como los conjuntos 'oficiales' o institucionalizados de mayor continuidad, prestigio y tradición.

Entre las causales más determinantes de ese fenómeno habría que señalar el ascenso al Gobierno del llamado Frente Popular con el Presidente Pedro Aguirre Cerda, cuyo proyecto sustentaba la idea de un Estado promotor de un mayor desarrollo y una modernización del país en todos los campos. La utopía era 'fundar una nueva sociedad'. Bajo el lema "Gobernar es educar" se produjo así una gran efervescencia creativa e intelectual que se sentía respaldada por la esfera pública.

Entre los sectores más cultos, particularmente en las aulas académicas, se vivía un gran descontento respecto de las formas convencionales, mediocres y poco creativas que habían llegado a adoptar las manifestaciones artísticas. Malestar que se vio acrecentado por la visita de diferentes compañías artísticas de gran calidad y sentido innovador que venían desde Europa buscando ponerse a resguardo de la Segunda Guerra Mundial. Sus presentaciones fueron un verdadero descubrimiento que maravilló a los jóvenes, y les dio noticias frescas, además de ejemplos vivos, de cómo se podían renovar las artes.

En el ámbito teatral, la compañía de la actriz española Margarita Xirgu, ex integrante de La Barraca de García Lorca, conmocionó a los 'jóvenes experimentalistas' con los montajes que ofreció de varios títulos de ese poeta dramático (en el exilio desde 1939, Xirgu pasó también por Buenos Aires y finalmente radicó en Montevideo). Otro tanto sucedió con la compañía del francés Louis Jouvet. Con esta inspiración un grupo de estudiantes del Instituto Pedagógico y de la Facultad de Filosofía de la Universidad de Chile, fundó en 1941 el colectivo que poco tiempo después se establecería bajo el alero del principal plantel educacional del país, como Teatro Experimental. En 1943 surgió el Teatro de Ensayo del seno de la Universidad Católica de Chile, y más adelante otras universidades de Santiago y de varias provincias siguieron el mismo modelo.

El programa de los llamados 'teatros universitarios' persiguió fundamentalmente objetivos de renovación y difusión: hacer un teatro profesional y 'de arte', opuesto a las compañías comercialmente exitosas en la época; un teatro cuyos montajes cuidadosamente ensayados exploraran en las amplias posibilidades que abrían las teorías formuladas en Europa sobre la puesta en escena y los nuevos métodos actorales. Se proponía igualmente la difusión de las obras 'clásicas' y modernas llegando a públicos cada vez más amplios mediante una política sistemática de extensión, tanto como formar una escuela de actores y promocionar los talentos emergentes en la autoría, para impulsar una dramaturgia nacional que fuera un reflejo vivo de su tiempo. En suma, crear un ambiente para el arte dramático, una cultura teatral en el país.

Época de oro, época negra
En las décadas que siguieron, esos postulados se cumplieron ampliamente. Los estrenos del Teatro Experimental, dos o tres por temporada, eran esperados como verdaderos acontecimientos. "La muerte de un vendedor", de Arthur Miller; "Madre Coraje" y "La ópera de tres centavos", de Brecht; "Seis personajes en busca de autor", de Pirandello; "Fuenteovejuna", de Lope de Vega; "Largo viaje hacia la noche", de O'Neill, en los años 50; "Romeo y Julieta", en la traducción de Pablo Neruda; "La casa de Bernarda Alba", de García Lorca; "El rinoceronte", de Ionesco; "Quién le tiene miedo al lobo", de Edward Albee; "Marat-Sade", de Peter Weiss, en los 60, fueron algunos de sus montajes que provocaron mayor impacto. Otro tanto hizo el Teatro de Ensayo, que desde mediados de 1950 privilegió las obras nacionales.

Ambos teatros universitarios fundaron a poco andar sus propias academias teatrales para formar los intérpretes que requerían sus elencos estables integrados por más de 30 actores de planta; los dos efectuaron giras nacionales y editaron revistas de teatro. Pronto una nueva generación de dramaturgos, la del 50, cuyos autores a veces habían estudiado primeramente para actores, empezó a producir un teatro hecho de personajes y temas nacionales, centrado en la chilenidad. Las obras de Egon Wolff, Alejandro Sieveking, Luis Alberto Heiremans e Isidora Aguirre, entre otros, comenzaron a ser representadas por estos mismos conjuntos obteniendo buena acogida.

Ese período floreciente inició su declinación a fines de la década del 60, debido primero al reflejo de la etapa de radicalización y participación colectiva que se vivió mundialmente, un tiempo en que todo se declaraba en crisis y era puesto en duda y a prueba. Luego, por la profunda discusión política que conmocionó al país con el ascenso de Salvador Allende y la Unidad Popular que lo respaldaba al Gobierno, polarizando los frentes políticos. Pese a la vitalidad creativa de la fiebre experimental que se expandió, ésta no alcanzó a consolidar innovaciones de peso; más tarde, los montajes con compromiso social consiguieron que una parte del público que los conjuntos universitarios habían formado, se distanciara del teatro.

A principios de los 70, la compañía de la Universidad de Chile -que tras denominarse Instituto de Teatro, pasó a llamarse Departamento de Teatro de la U. de Chile, DETUCH- proclamaba que su objetivo era hacer un teatro militante y antiimperialista, que fuera un arma de lucha política. Por otra parte el cuerpo artístico se había burocratizado y se volvía inmanejable ya que el voto de cada uno de sus miembros pesaba en las decisiones.

En ese contexto, el golpe militar de 1973 equivalió a un verdadero terremoto para este conjunto en crisis. La actividad teatral en general disminuyó drásticamente y el público escaseó debido al toque de queda y el clima de inseguridad. Numerosos grupos se disolvieron; los Teatros de la Universidad Técnica del Estado, TEKNOS, y de la Universidad de Concepción, tras resistir por algunos años, desaparecieron.

Las compañías de la U. de Chile y de la UC debieron sobrevivir con el montaje de piezas 'clásicas' incluidas en los programas escolares, para así vender funciones a cursos y colegios. Ahora bajo el nombre de Teatro Nacional Chileno, el conjunto de la U. de Chile, tras eliminar su planta estable de actores, atrajo a elementos proclives al oficialismo. Con títulos como "Don Juan Tenorio", "Otelo", "El mercader de Venecia", "Cyrano de Bergerac" o "Yerma", y obras chilenas de carácter histórico ("Rancagua 1814", "Martín Rivas", "El ideal de un calavera"), el TNCh pudo subsistir con producciones de gran espectáculo, enfoques convencionales y asépticos, aunque los resultados fueran apenas satisfactorios -y a veces francamente deplorables- en lo artístico. En ese panorama el eje de mayor interés, creatividad y libertad expresiva en el quehacer teatral se desplazó lógicamente a los grupos independientes, cuyo empuje se mantiene hasta hoy.

A fines de los 80, los aires de apertura permitieron que el TNCh comenzara a correr mayores riesgos. Se abrió hacia otros autores y temas, y hacia lenguajes más experimentales; aunque eventualmente consiguió algunos éxitos de crítica y/o de público, su política de repertorio continuó siendo errática. Sergio Aguirre, actor formado en la Universidad de Chile y de importante carrera interpretativa en su compañía teatral, asumió la dirección del TNCh en 1990; en los años difíciles se había refugiado en el teatro independiente fundando su propio grupo, Le Signe. Al poco tiempo nombró como su Subdirector a Fernando González, compañero de ruta suyo en lo profesional y personal; éste había sido el Director fundador del Teatro Itinerante (esfuerzo que echaron a andar en 1977 el Ministerio de Educación y la Universidad Católica de Chile con excelentes frutos) y luego pudo dedicarse a su gran pasión, la docencia, en su propia academia, el prestigioso Club de Teatro.

La influencia de González en la dirección del TNCh se hizo sentir pronto. En 1995 la compañía ofreció su temporada de mayor interés en mucho tiempo, dedicada a tres obras de autores chilenos de la última generación, dirigidas por los directores jóvenes de trayectoria más destacada: "Ofelia o La madre muerta", de Marco Antonio de la Parra, puesta en escena por Rodrigo Pérez; "Río abajo", de Ramón Griffero, dirigida por su autor; y "La catedral de la luz", de Pablo Alvarez, con dirección de Alfredo Castro. Los tres montajes fueron de gran calidad y atrajeron a un contingente masivo de jóvenes a la sala tradicional del conjunto, el Teatro Antonio Varas, ya no solamente para cumplir deberes escolares. Más aún, al año siguiente la misma producción de "Río abajo" tuvo una exitosa segunda temporada en cartelera en el Teatro Carlos Cariola, de gran capacidad.

Aprovechando el público juvenil que había regresado a la platea, el TNCh inauguró en 1996 una línea de repertorio destinada preferentemente a los estudiantes, con obras contempladas en los programas de educación secundaria, y dirigidas y actuadas en su mayor parte por jóvenes figuras formadas en la U. de Chile. Se inició con una estupenda versión de "La zapatera prodigiosa", de Federico García Lorca, con puesta de Rodrigo Pérez, y continuó las temporadas siguientes con títulos como "Comedia de equivocaciones", de Shakespeare, "La ópera de tres centavos", de Brecht-Weill, y "El velero en la botella", de Jorge Díaz.

Mientras, la programación de las temporadas oficiales de la compañía se fue centrando en el estreno de piezas de autor chileno. En 1996 se dio una obra escrita y dirigida por Gustavo Meza, "El zorzal ya no canta más", y se consumó uno de los estrenos calificados como más relevantes en mucho tiempo por la reflexión contenida respecto a la identidad nacional, "La pequeña historia de Chile", de Marco Antonio de la Parra, que dirigió Raúl Osorio.

La temporada 1997 tuvo estrenos de tres autores locales: del joven Juan Claudio Burgos, "Casa de luna", suerte de reinterpretación de la novela "El lugar sin límites", de José Donoso, en un montaje de Alfredo Castro que fue rechazado por la crítica a causa de su simbología hermética; de Juan Radrigán, "Fantasmas borrachos", y Jorge Díaz, "La marejada", ésta última obra ganadora del Concurso de Dramaturgia Pedro de la Barra organizado por la misma Universidad (en el mismo certamen "Casa de luna" mereció Mención Honrosa).

Ese año, tras una larga enfermedad que lo venía debilitando progresivamente, falleció Sergio Aguirre, y lo reemplazó en la Dirección Fernando González. Debido al cambio de mando y los problemas presupuestarios, en 1998 se repuso "La zapatera prodigiosa" y hubo un solo estreno, pero notable: la obra "Jugar con fuego", de Strindberg, montada por el director sueco visitante Staffan Waldemar Holm.

Cada una de estas últimas temporadas el TNCh cosechó el premio anual en Teatro que otorga el Círculo de Críticos de Arte de Chile; como lo mejor de su respectivo año, fueron distinguidas sucesivamente "La zapatera prodigiosa", "La pequeña historia de Chile", "La marejada" y "Jugar con fuego", por sus méritos relevantes.

La temporada 1999 trajo "El velero en la botella", para estudiantes; el estreno de la última obra de Ramón Griffero, "Brunch, Almuerzo de mediodía", dirigida por él mismo; y "Hechos consumados", un texto de Juan Radrigán presentado originalmente en 1981, que surgió renovado del montaje de Alfredo Castro. Esta última producción definió la línea de trabajo que había estado impulsando Fernando González: poner en escena textos de autores chilenos relativamente recientes y reconocidos como importantes, refrescando estos 'clásicos' con montajes contemporáneos.

En su Temporada 2000, el Teatro Nacional Chileno consolidó su proyecto de asentar una tradición dramática nacional, que no existe o por lo menos se ha diluido, comprobando en el mismo escenario la vigencia de obras representativas del pasado. La programación consultó las obras "Flores de papel", de Egon Wolff, bajo dirección de Raúl Osorio; "Chañarcillo" de Antonio Acevedo Hernández, con puesta en escena de Andrés Pérez; y "El coordinador", de Benjamín Galemiri, dirigida por Rodrigo Pérez, y fue unánimemente considerada la temporada más orgánica y de mayor calidad artística de esta compañía en mucho tiempo.

Flores de papel
Si se ha oído hablar del dramaturgo chileno Egon Wolff en Grecia, Noruega o Japón, es por éste, su título más representado internacionalmente, con más de 30 montajes en varios idiomas (filmada además en México e Inglaterra). Difícil de entender en Chile, dado su estreno local en 1970. Ocurre que en general las obras de este autor han tenido escasa fortuna en la escena nacional. Por lo mismo se le tiende a identificar más como un autor tradicionalista que busca nuevas fórmulas.

Su prestigio como uno de los grandes dramaturgos chilenos, lo restituyó el magnífico montaje de esta pieza -uno de los pocos que le han rendido honor a su talento- por el Teatro de la U. de Chile, escenario de sus principales triunfos en los 60. La versión permitió re-descubrir la obra como un texto mayor suyo, e hizo que Wolff pareciera no un viejo exponente de la generación surgida en los 50, sino un autor teatral perfectamente contemporáneo.

Fuera de la línea realista-psicológica que le es más característica, el realismo de "Flores de papel" se distorsiona progresivamente con recursos expresionistas y surreales (como en "Los invasores", de la misma época). La intriga parte de un mecanismo habitual en él: la intrusión de un agente exterior que desestructura el equilibrio relativo. ¿Qué pasa cuando una mujer solitaria, que vive aislada como una solterona, permite que a su departamento -y a su intimidad- entre un vagabundo alcohólico de personalidad con aristas tan asombrosas como perturbadoras?

Raúl Osorio es uno de los directores chilenos más sólidos porque maneja con singular destreza los distintos recursos de la teatralidad. Desde la escenografía (de Jorge González) -una terraza de líneas uniformes e impersonales en primer plano, que a través de un ventanal con persianas nos permite espiar dentro de un interior torcido y semivacío- sugiere que la forma aparente esconde una trizadura profunda y esencial.

Tras la partida, de un realismo un poco forzado, la puesta se va llenando de señales alteradas de peligro, ambigüedad y confusión, y la acción se convierte sutilmente en algo semejante a un incómodo mal sueño. La intimidad seca y aséptica del principio, da paso a una poesía sorda y secreta, y una atmósfera cada vez más contradictoria y violenta, para culminar en una desbordada, barroca y operática imagen de unión indisoluble y trágica, un impresionante símbolo-resumen de lo que hemos visto, para quedar grabada en el espectador por mucho tiempo.

Así la obra se abre hacia un doble fondo psicoanalítico de resonancias personales, sexuales y sociales, que tiene que ver con entidades -hombre-mujer, burguesía-marginalidad- que se atraen y se necesitan, pero también se repelen con desconfianza, resentimiento y temor, hasta llegar eventualmente al socavamiento y la destrucción recíprocas.

La reunión en el elenco de Alessandra Guerzoni y Miguel Angel Bravo, un actor histriónico y lúdico, parecía 'a priori' riesgosa, pero ambos intérpretes lograron moverse con fluidez y soltura en ese delicado filo que está entre lo concreto y lo alegórico.

Chañarcillo
Un 'clásico' absoluto, ésta es la obra mayor de Antonio Acevedo Hernández, considerado el 'padre del teatro social chileno'; escrita en 1937, trata sobre un jalón olvidado del pasado histórico del país: la epopeya de los mineros de la plata en el Norte Chico a mediados del 800. En el escenario tiene antecedentes memorables: la grandiosa y aclamada producción por el mismo conjunto de la U. de Chile en 1953, y la lograda versión de 1978 por el Teatro Itinerante (en la cual Andrés Pérez, que dirigió en esta ocasión, actuó, creó las coreografías y fue asistente de su director, Fernando González).

Dentro de su repertorio para estudiantes, el montaje de "Chañarcillo" que presentó el TNCh fue más bien un espectáculo juvenil variado, muy movido y extenso, con la henchida y abigarrada teatralidad que es el sello de Pérez. Su puesta sumó elementos y factores estilísticos muy diversos: recursos distanciadores, contenidos en la cuidada adaptación de Gastón von dem Bussche; ideas experimentales (uso de focos de mano sobre el escenario para iluminar varias escenas); materiales cercanos al teatro-circo (música hecha en vivo acompañando la acción casi todo el tiempo, actuación ocasionalmente paródica y frontal, cómplices 'apartes' al público).

La acumulación y superposición de signos teatrales, sobre todo en la primera parte, hizo que a ratos costara concentrar la atención en algo determinado en medio de tanto estímulo simultáneo: continuo movimiento de los actores, incluso los del tercer plano, juegos lumínicos, bailes, demasiada música.

En esa línea, la puesta no pudo hacer nítidos el sentido épico, la humanidad y emoción de la aventura colectiva que recrea, su carácter exaltadamente romántico y fatalista. Por el contrario, hizo evidente cierta tiesura y candor en los diálogos. La interpretación por un elenco de figuras jóvenes, fue además heterogénea en calidad y densidad dramática. Si el material se aligeró, los enormes módulos que conforman la escenografía resultaron por el contrario pesados expresivamente e incómodos. A pesar de su tendencia al desorden y el desborde (también en la duración), el espectáculo se pudo seguir con interés, pero desde afuera, sin compromiso.

El coordinador
El TNCh retomó el primer texto importante de Benjamín Galemiri, que data de 1992, y lo refrescó con una lectura diametralmente diferente a la original (que montó la compañía El Bufón Negro dirigida por Alejandro Goic, de extensa y excluyente colaboración con el dramaturgo más significativo de la década). La puesta innovadora, riesgosamente contemporánea, de Rodrigo Pérez articuló con la pieza una feroz alegoría, combativa y política, acerca de Chile en la actualidad. Con una teatralidad poderosa y de fuerte plasticidad, además, cerebral y muy elaborada en sus signos.

Lejos de la ficción absurda del primer enfoque, esta versión -en el estilo habitual del director- se desplegó como una representación que constantemente se arma, se quiebra y recompone sobre el escenario. La situación imaginada por el autor -un largo viaje en ascensor en el que se relacionan tres hombres y una mujer- se planteó aquí como una mascarada terrible y a la vez fría, que hace el simulacro de una sociedad rendida a un modelo económico cruel e inhumano, en el que pervive y se transfigura la violencia de la dictadura.

Marlon degrada sistemáticamente a los otros (dos de ellos cesantes en busca de trabajo) en un juego perverso y que pervierte. Su objetivo es someterlos y adiestrarlos en cómo acatar las reglas, integrarse al sistema y ascender al paraíso ilusorio del dinero y el éxito. El absurdo, importante componente del texto, es ahora una propiedad inherente a la realidad simulada, y la idea de encierro que éste contiene, es señal de un cuerpo social sin escapatoria.

El montaje corre hacia una imagen final trágica y desencantada. Como la interpretación fuerza parcialmente los márgenes de la escritura, no todo encaja bien en el concepto. De los breves cortes, el más decisivo es el de la última escena. La puesta, de fino acabado, exige un continuo desentrañamiento de sus claves. Asumiendo la función de dramaturgo, el director agregó un quinto personaje, un adolescente que es víctima ignorada y testigo sin voz de lo que ocurre. El elenco respondió disciplinadamente al estilo de actuación requerido, no psicologista, a menudo grotesco.

Aporte notable fue el del artista plástico Enrique Matthey, creador de la instalación que sirvió de sugerente y encendido espacio teatral. Consiste en un cuadrilátero metido en medio del público, que es y no es la planta de un ascensor (con los personajes como si fueran uno más entre los espectadores), mientras el escenario mismo se convierte en una suerte de platea o antesala teatral, donde los ejecutantes preparan su intervención y desde el cual pueden observar al público. Al fondo, una secuencia de enormes imágenes, enigmáticas y turbadoras, de hombres con piernas de mujer y cabeza de Anubis, el dios egipcio a cargo de cuidar el alma de los muertos.

Epílogo infeliz
Hay consenso en que con su Temporada 2000, el Teatro Nacional alcanzó su mejor momento en los últimos 30 años. Quien lideró al conjunto en esta etapa, Fernando González, impuso durante su gestión como Director un nivel de alta exigencia, luchando en forma denodada contra la estrechez presupuestaria. Supo llevar al conjunto a una línea de repertorio que es la más noble que puede tener una compañía universitaria.

Desdichadamente, González agobiado por las tensiones y la falta de apoyo institucional y financiera, renunció al cargo en octubre. A la hora de los balances de fin de año, el Círculo de Críticos de Arte premió la Temporada 2000 del Teatro Nacional Chileno, en la persona de su Director saliente, única distinción conferida en el ámbito teatral. La Academia Nacional de Bellas Artes, dependiente del Instituto de Chile, le entregó también el Premio Agustín Siré por la relevancia de su gestión.

En estos días el futuro del TNCh es incierto. José Pineda, Director de la Escuela de Teatro y nombrado como Director interino del Teatro, presentó en enero al Decano de la Facultad de Artes un anteproyecto de reestructuración que irritó a los funcionarios y estudiantes. Propone que la Dirección sea sustituida por un Directorio de cinco miembros, y que se cree un cargo gerencial para buscar recursos económicos, aduciendo que en los últimos tres años sólo "Hechos consumados" recuperó los gastos de inversión vía boletería. Las decisiones quedaron en suspenso hasta marzo o abril. Crisis no tan profundas pero igualmente debidas a la estrechez presupuestaria, viven la Orquesta Sinfónica, el Ballet Nacional y el Coro, todos cuerpos artísticos dependientes de la Universidad de Chile.


PEDRO LABRA es crítico teatral del Diario El Mercurio, y de cine y teatro en la Revista COSAS. Es miembro del Círculo de Críticos de Arte de Chile.

 
 
Teatro CELCIT
AÑO 10. NÚMERO 17-18. ISSN 1851- 023X