EL TEATRO AQUI
Y ALLA
Por Rosa Ileana Boudet
En
1993, desde la pobreza irradiante de un salón de ensayos,
Manteca, de Alberto Pedro, comenzaba su itinerario.
El escenario, poblado de objetos en desuso, cajones, latas de conservas
oxidadas, chatarra, ruedas de bicicleta y un empolvado busto de
Lenin se había integrado con fragmentos de escenografía
del Teatro Político Bertolt Brecht. Para los conocedores
era fácil advertir un trasto de El carillón
del Kremlin o un trozo desgajado de El rojo y el pardo,
obras del repertorio "socialista" de ese colectivo que,
como muchos otros, dejó de tener sentido en la Cuba de los
90. En otra parte he recordado que los despojos y ruinas de un repertorio
obsoleto eran al mismo tiempo el ámbito exacto y preciso
para una pieza que trata, en última instancia, de las consecuencias
del derrumbe del socialismo real en la percepción de tres
hermanos que, como los de La noche de los asesinos,
precisan "matar" a un puerco para sobrevivir a la escasez
y la penuria del llamado "período especial". La
obra se escribe y estrena en uno de los años más difíciles
de este momento. Recuerdo la atmósfera de tensión,
el silencio sobrecogedor y la profunda consternación durante
los primeros minutos del espectáculo dirigido por Miriam
Lezcano.
PUCHO. Hay que hacerlo.
DULCE. ¡Hacerlo!
CELESTINO. ¿Hacerlo?
PUCHO. Sí,
¡hacerlo!
DULCE. Eso no
es así.
CELESTINO. Drink,
drank
.
PUCHO. Esta situación es insoportable.
CELESTINO. ¡Que
se vaya!
La polisemia y ambigüedad
de los textos, el ambiente sórdido, la cotidianidad de las
acciones (Dulce escoge el arroz en una ceremonia solemne, Pucho
busca una entre las páginas de su novela y Celestino estudia
un inglés elemental), la música de Chano Pozo recreada
en vivo por el grupo de Sergio Vitier, son imágenes nítidas
de la escena de los 90 que había comenzado un poco antes.
Quizás, está aceptado, en 1988 con el grito angustiado
de los jóvenes desnudos, en una habitación de la casa
de la coreógrafa Marianela Boán. Allí Víctor
Varela había lanzado su Cuarta pared para denunciar, desafiando
la estructura teatral vigente que también se puede morir
de seguridad y proponernos un viaje interior hacia el encuentro
con nosotros mismos. Los actores veteranos que reciclan los desechos
de un repertorio vencido y que construyen a partir de sus fragmentos
la utopía de imaginarse el futuro y, como en la vida, reparan
una bicicleta o configuran un nuevo artefacto a partir de lo inimaginable
mientras se debaten sobre qué hacer cuando criar un animal
no sea el imperativo en Manteca o los jóvenes
que conquistan un espacio marginal y realizan la primera travesía
al derribar una cuarta pared imaginaria, son gestos
de un mismo signo: la escena como símil de la precariedad
de la vida, como una metáfora de la sobrevivencia. La escena
como iluminación.
Después hemos
escrito cientos de páginas sobre la trascendencia de esos
momentos y hasta ha sido muy usual que críticos de todas
partes, como ha sucedido en el Festival de Cádiz, lean en
las obras estrategias para burlar la censura de una sociedad totalitaria.
Se ha hablado con rigor de "original utopía" (Boudet),
"crisis de una identidad" (Carrió), "horizontes
de otredad" (Muguercia), pero lo que ocurrió fue parte
de un proceso por medio del cual el público se apropió
de Manteca y fue suavizando con su risa, su actitud,
su aprobación y su apoyo lo que en las primeras funciones
parecía trágico e irrresoluble. Un año después,
acompañé a Richard Schechner a una función
en la misma sala de ensayos del Café Teatro Bertolt Brecht
que Teatro Mío utiliza para sus montajes. El estudioso norteamericano
debe haberse sentido como Susan Sontag en Sarajevo. El set le pareció
de alguna manera biomecánico un desorden de muebles,
aparatos y "stuff"-, y anotó en su presentación
del dossier que The Drama Review le dedicara, que el escenario era
una exacta concretización de la alegoría de Manteca:
una interrogación irónica y una muestra del ser y
la mente de la situación artística e intelectual de
Cuba. "El público dijo siguió la
representación muy cuidadosamente, la risa fue real y autoexaminadora.
La compasión por los personajes y por la situación
peculiar de la isla, palpable." Un año después
de sus primeros contactos con el público y Manteca
era ya un exorcismo, una fiesta, una catarsis. Atrás quedaban
la seriedad y el silencio para acompañarla ahora de delirantes
y extrovertidas reacciones lúdicas y de comunicación.
En las confrontaciones internacionales, sin embargo, cuesta trabajo
que el público y los estudiosos entiendan que la visión
crítica de Manteca no es signo de oposición
sino de resistencia.
Así, los tres
hermanos que han engordado un puerco clandestinamente en un apartamento
habanero para poseer manteca con la que enfrentar días de
mayor escasez y penuria, se ven precisados al sacrificio y con él
a renunciar a la insólita forma de unidad familiar que ha
significado su crianza. La obra circuló traducida al inglés
por Christopher Winks, participó en algunos festivales internacionales
(Cádiz, Caracas, Montevideo), fue incluida en mi selección
de obras Morir del texto,editada por la UNEAC en 1995 junto a otras
nueve escritas por autores nacidos después de 1950, publicada
en un número agotado de Conjunto y ha sido y es un punto
de referencia inobjetable.
En 1999, unos pocos
afortunados nos reunimos en El Ateneo, la librería que dirige
Jorge Espinosa en La Habana, para oír a Abelardo Estorino
leernos su última obra que entonces se llamaba El collar.
La mayoría premió la experimentada sabiduría
de su autor, su capacidad para el diálogo y su conocida vocación
experimental. Ya se sabe que desde Morir del cuento
(1983) para Estorino la experimentación no es un añadido
o moda pasajera sino una necesidad intrínseca por la que
verifica las estrategias y procedimientos posibles dentro de una
forma "cerrada" o aristotélica y ensaya cómo
éstas se desintegran y fragmentan. Su imperiosa necesidad
de narrar historias múltiples a través de voces diversas
y variados puntos de vista, lo conduce a jugar con el teatro por
dentro, a concebir "novelas para representar" que por
así decirlo dilatan el cuadro de la "caja de misterios".
En 1992 termina Vagos
rumores que no es ni una refundición, ni una versión
de cámara de La dolorosa historia del amor secreto
de Don José Jacinto Milanés sino una obra nueva,
que no podría haber sido escrita sin la experiencia del Milanés...,
pero que es sintética, transparente y tiene una precisión
y una fuerza poco habituales. Ahora tres personajes se desdoblan
y lo que en Milanés... era un fresco, aquí
es una miniatura que conserva los detalles del lienzo mayor. El
destino del poeta está signado por la contradicción
"vivir con decoro o enloquecer" y la locura es la salida
para el que sufre porque "ante las pequeñas penas nuestras,
las penas del país son más importantes." Y si
hasta ahora Estorino retrataba el pequeño pueblo, o la ciudad,
en Vagos rumores es el país, es el destino de
Milanés ligado inexorablemente al de Cuba. Y, sin manifestarlo
abiertamente, a través de asociaciones y subtexto, la obra
se inserta en el debate contemporáneo sobre una cultura escindida,
marcada por el signo de las dos orillas. Siempre me estremezco cuando
oigo decir sobre el escenario. "Y cuando pase el tiempo, ¿comprenderán
lo que sentí por Cuba? Una mezcla de amor y rencor pero sin
abandonarla nunca." Se ha hablado de "afirmación
de cubanía", de "drama perpetuo", pero
me resulta indefinible el sentimiento de arraigo, pertenencia y
autobiografía que Vagos rumores transmite.
En 1994 se atreve con
el mito nacional y hace una "versión infiel de una novela
sobre infidelidades", Parece blanca, a partir de
Cecilia Valdés, de Cirilo Villaverde. Una obra
de madurez donde desplazan en el escenario diez personajes que entran
y salen de la novela e ironizan y se autorefieren al texto original:
"Algún lector descubrirá una clave, develará
el misterio. Hay que leer la novela otra vez", dice Rosa. O
"No será el Quijote ni Villaverde es Cervantes pero
una nueva interpretación puede convertirla en monumento"
o cuando Cándido se describe en primera persona: "¿No
recuerdas la novela? Si se pudieran pasar las páginas y ver
como termina la novela que Dios ha escrito?"
Parece blanca
remite a personajes que viven en el universo ficcional y son "mitad
verdad-mitad mentira", interrumpen la acción y proponen
"ocuparnos de otros" o, como la radio-novela, emplean
el recurso de adelantar la intriga : "¿A qué
aspiraba Cecilia al cultivar relaciones con Leonardo de Gamboa?"
o niegan la "escena obligatoria" para culminar en una
apoteosis posmoderna cuando los personajes de Villaverde sueñan
con pertenecer a Balzac o Faulkner y Rosa, burlona, añora
ser Molly Bloom. Estorino utiliza una variedad de recursos
estilísticos y narrativos, entre ellos, el intertexto,
la cita y el homenaje. Está Piñera ("¡No
cruces Orestes!" o "una mera cuestión de relojes")
y, sobre todo, una autonomía y un ritmo caribeño para
crear un entorno, el espacio de "servidumbres yuxtapuestas"
que es el siglo XIX cubano.
La osadía en
el tratamiento del espacio le permite ir más allá
de una reinterpretación y ofrecer su imagen de Cecilia...
liberada del oropel zarzuelero con el que se la identifica en la
triunfal "entrada" de Gonzalo Roig como símbolo
de cubanía. Y así Estorino, fiel a sus constantes
y con renovados recursos expresivos, dibuja un entramado de relaciones
entre poder, sociedad patriarcal esclavista, mujer y raza para que
desde el título su "parece" aluda al interés
por ascender de esta mulata fatal que declara que "...Blanco
no es un color: es que te vean blanca, te saluden blanca, te piensen
blanca". Como en Morir... la complejidad de los
hechos y las formas narrativas impiden un relato anecdótico.
Y al comenzar con el clímax -la muerte de Leonardo- la obra
indaga en los ambiguos lazos incestuosos entre Rosa y Leonardo o
acentúa que la disputa Leonardo-Nemesia-Isabel-Cecilia se
dirime por el atractivo sexual de Leonardo como "objeto del
deseo".
Ahora, publicada por
las Ediciones Alarcos, como primer título de la colección
Aire frío, de la revista Tablas aparece El baile, (también
podría titularse El collar), que se ubica en 1995,
en pleno período especial. De nuevo, una tríada de
personajes habita un escenario sólo que este se boceta, no
es definitivo, es su tentativa y la obra no habla desde la precariedad,
sino que la representa. Nina, Conrado y Fabrizio, son personajes
fantasmagóricos, desasidos, que reúnen y construyen
a retazos, de manera azarosa, con "pulso entrecortado"
la historia de cómo Nina diminutivo de Angelina Zaldívar
ha quedado sola, abandonada a su suerte en un caserón de
La Habana visitada por los ¿espectros? de su marido Conrado,
su antiguo amante Fabrizio y dos personajes referidos, el enigmático
Simón a veces parece un animal, un criado, y otras
un fantasma- y su hermana Amalia. Reinaldo Montero insinúa
en la introducción a la edición cubana si Simón
se trata de la Muerte. Nina, padece la soledad rodeada de una comadrita,
un espejo y un teléfono que a duras penas la comunica con
los hijos en Miami. Sabremos de los entresijos de la historia, un
matrimonio infeliz y monótono con Conrado y la ilusión
del amor que fue Fabrizio en la vida de Nina. El personaje femenino
tiene setenta y cinco años, la misma edad del autor, y como
en ninguna de sus piezas anteriores, Estorino, a través de
sus monólogos, establece una voz confesional que es al mismo
tiempo testimonio y dramática presencia de la historia con
mayúscula decidiendo los destinos y el curso de la petit
histoire. Estorino ha dicho que El baile "trata
sobre la soledad, los problemas de la vejez, la división
de la familia, sobre cosas que me tocan muy de cerca, es una confesión."
Y es cierto. La soledad de Nina es la misma de la isla sitiada,
está planteada en términos avasalladores, brutales.
Y Nina vive el dilema de la soledad y el de la sobrevivencia simbolizado
en el conflicto de vender o no el collar de perlas que recoge la
tradición familiar y está ligado a los recuerdos más
vívidos. Nina lo sabe comprado en Nueva York y en Tiffany.
Pero como el piano y el cuadro de Romañach, ha ido vendiendo
parte de sus posesiones y sus bienes para sobrevivir en los 90.
De la misma forma que Pucho, Celestino y Dulce en Manteca
crían clandestinamente el puerco para alimentarse o los personajes
de El lugar ideal, de Héctor Quintero, en una
desventajosa permuta, pierden su casa de un buen reparto y se recluyen
en un pequeño apartamento para alquilar a los turistas extranjeros
que, como la argentina Isabel, aconseja a los cubanos tragicómicamente:
"Resistan, que ustedes son la última llamita que nos
queda", hay muchas obras que desde distintos ángulos,
facetas y estilos, refractan esta experiencia social de penuria
material, carencias y aplazamientos, pérdidas y ausencias,
pero todas palidecen cuando Estorino plantea el conflicto entre
"comer o soñar" "soñar o comer"
porque "no son perlas, son momentos irrecobrables, no es iridiscente,
ese brillo revela algo recóndito, entrañable"
y Nina se ve atrapada entre la fidelidad a su memoria y sus recuerdos
y la necesidad brutal de seguir viviendo. Sólo que no le
es posible como a José Jacinto, "vivir con decoro o
enloquecer" porque Nina está plantada "aquí"
como una ceiba. Ha dicho Estorino: "Nina, el personaje protagónico,
es una mujer hincada a la tierra, a la patria, a los poetas cubanos,
a los nombres cubanos, a la música cubana, y los hijos han
preferido otra tierra, en este caso, Miami." En la identificación
de Nina con la isla y su historia, en su raigal apego a nombres,
tradiciones, calles, recuerdos, hay una profunda tragicidad muy
parecida a la declaración de Celestino en Manteca
de su pertenencia al aquí. "Yo soy de aquí. Allá
ella con sus mundos y sus problemas. Yo soy de aquí. Comunista
de aquí." El aquí adquiere un matiz muy peculiar
de la situación de Cuba, es arraigo al país y adhesión
a su proyecto al mismo tiempo que cierta numantina soledad. Nina
vincula el collar a un pasado espiritual remoto, al abolengo patriarcal
y al mismo tiempo a su frivolidad de mujer: Tiffanny, el vals, el
recuerdo de Fabrizio. Se niega a vender el collar como un acto de
resistencia. "¿Qué tienen que ver los dólares
con la palabra iridiscencia ni con la tradición de la familia
Zaldívar?" Pero lo más interesante y seductor
de la obra es que mientras Nina está más anclada en
el aquí de Cuba -pendiente de las llamadas telefónicas
de los hijos sabemos que no puede visitarlos porque hay errores
en su carta invitación- la visión de Miami, a través
de las cartas que lee en voz alta, es conciliatoria, comprensiva
y amable. El hijo escribe que se trata de un país maravilloso,
narra la belleza de la Pequeña Habana, recuerda el patio
y los mangos y aunque se culpa de haberla abandonado, (no a la isla
sino a la madre) se habla de realización de sueños
allá ¿en esa otra parte del mundo, en la platea, dónde?
y se reconoce el derecho de estos hijos a elegir otro camino. Por
primera vez, pienso, el conflicto no se plantea en términos
de insularidad-emigración, aquí o allá, islados
o desislados, sino entre memoria y olvido y Estorino se integra
a esa corriente natural del teatro contemporáneo que en América
Latina explora lo sumergido y lo oculto, el territorio invisible
de una memoria escurridiza. Los de Miami no son como Mayra, la histérica
y delirante protagonista de Weekend en Bahía,
de Alberto Pedro que ajusta cuentas con su exnovio o Pay de Alguna
cosita que alivie el sufrir, de Orlando Alomá, que
viene a Cuba a indagar en sus raíces o los tantos personajes
que en el teatro cubano de la isla o del exilio de alguna manera
se reencuentran sino que de una manera muy suave, Estorino plantea
la existencia de esos dos mundos posibles, coexistentes, en absurda
separación. Para reafirmarlo plantea una reiterativa e ilógica
relación con el teléfono en la obra, la extrema dificultad
en la comunicación, la relación con los hijos mediatizada
por muchos obstáculos.
Como en Morir
del cuento, los personajes sienten la angustia de ser fieles
a un recuerdo, Nina con ferviente ahínco y fuerza defiende
su memoria que es la del pasado de Cuba- como el don más
preciado, y al final, como en una veladura, Nina no está
segura si lo ha vendido o no. Si como nos previene Reinaldo Montero
en la introducción titulada "Teatro adentro", el
mérito de esta nueva obra es "la agudeza del arte de
contar", Fabrizio ex-amor de Nina, a un tiempo conspirador
y bohemio, revolucionario y pintor- aboga, en tono épico,
por la necesidad de cambios en las aguas estancadas. El parlamento
es, como en Chejov, un anticipo de la verdad en el silencio y en
los subtextos como si de alguna manera este texto clausura de Estorino
que transcurre en un espacio cerrado y en una situación límite
se entroncara con la actitud de Esteban en La casa vieja
que presentía y adelantaba un cambio de mirada y de perspectivas.
D.J.R. Bruckner en The New York Times apuntó que el tono
de la obra anunciaba en Nina un cambio para la casa y para Cuba,
y que Estorino, lo expresaba, sin alusiones directas.
Próximamente
en Francia se estrenará Manteca, en francés
Saindoux, traducida por Andre Delmas, (el texto francés
está editado en "La mauvaise Graine") y dirigida
por Didier Lastere y Jean Louis Raynaud en el Theatre Paul Scarron
en Le Mans. Le pregunté a la reconocida crítico Irene
Sadowska Guillón, también promotora de la puesta desde
su trabajo en Hispanité Explorations acerca de su importancia:
"Se trata de la creación en Europa y en Francia dentro
de una situación donde los cubanos están de moda,
segundo, Cuba está en el centro de los debates políticos
y culturales. Hay muchas polémicas y discusiones sobre la
situación de los artistas en Cuba, sobre la libertad de expresión.
Manteca propone la cuestión de la sobrevivencia
cotidiana pero también es una reflexión sobre el estancamiento
ideológico. Mas, es la primera vez que se representa en Francia
a un autor actual viviendo en Cuba. Hasta ahora se conoce sólo
el teatro de autores exiliados como Jose Triana, Eduardo Manet y
Joel Cano."
En estos momentos,
la compañía Repertorio Español radicada
en Nueva York desde hace más de dos décadas
tiene en cartel El baile, de Abelardo Estorino, quien
la dirigió en 1999. Luego, se repuso con un nuevo elenco
en la Compañía Hubert de Blanck en La Habana. Con
la obra Estorino prosigue en Estados Unidos el éxito de sus
piezas anteriores: Vagos rumores y Parece blanca,
también representadas en este mismo escenario con notable
repercusión de la crítica y el público. También
es el autor que vive en Cuba que ha alcanzado esta resonancia. ¿Moda?
No lo creo. Cuando se dice que los cubanos estamos de moda, obedece
a que todo el arte cubano valedero y es notable la explosión
de creatividad y talentosofrece una imagen de una sociedad
que se encamina, de alguna manera, a un cambio que la escena anticipa
en la desgarradora metáfora del encierro de Pucho, Celestino
y Dulce o la soledad de Nina que resisten en su desafío,
en su terquedad, como una imagen de la desconocida isla utópica.
Los personajes de estas obras parecen contestar a los que se preguntan
cómo resisten con las palabras de Conrado en El baile:
"Siempre estoy aquí. Viví demasiado tiempo en
esta casa para abandonarla. Aquí está mi silla y mi
puesto en la mesa."
Los cubanos esperaron
el nuevo milenio con Manteca en cartelera. A pesar de
su desamparo, los tres personajes intentan rehacer la armonía
familiar en su equilibrio precario. Mientras en El baile
la familia se ha desintegrado y, como el capitán de un barco,
Nina se mantiene en su estoicismo y en su terquedad pendiente de
una llamada telefónica. En Manteca el telón
cae mientras se escuchan campanadas y gritos por el advenimiento
del nuevo año y en El baile el rostro de la protagonista
refleja un gran ansiedad. Si como dice Rine Leal, "mantener
la unidad de la familia o del núcleo social atrapado en una
situación límite", ha sido el objetivo de nuestra
dramaturgia a lo largo de su historia, la última obra de
Estorino parece adelantar que esta unidad está aplazada,
pendiente, sin resolución, y por eso Nina, abandonada a su
suerte, mira al público con una inquisidora ansiedad, la
misma que han compartido sus diferentes públicos, aquí
y allá.
ROSA ILEANA BOUDET.
Narradora y crítico teatral cubana. Ha sido, entre otras,
jefe de redacción de la Revista Revolución y Cultura
y directora de las revistas Tablas y Conjunto. Se ha desempeñado
como profesora y directora del Departamento de Teatro de la Casa
de las Américas. Ha publicado, entre otros, Alánimo,
alánimo, (1976), Potosí 11, dirección equivocada,
(2000), Teatro nuevo: una respuesta (1983) y Morir del cuento (1995).
En 1996 realizó el prólogo de Vagos rumores y otras
obras, de Abelardo Estorino. La editorial Alarcos de la revista
Tablas tiene en preparación su libro En tercera persona.
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