DEL TESTIMONIO DE VIDA AL TEATRO AUTOBIOGRÁFICO
Por Beatriz
Trastoy
El triunfo de la Revolución
Cubana señala la institucionalización definitiva de
la historia oral, como práctica historiográfica basada
en la recopilación de testimonios de vida. Surge así
la necesidad de estimular la participación comunitaria en
la liquidación del discurso histórico, hasta ese momento
vigente, y de construir, en consecuencia, una nueva perspectiva
hegemónica. Por ello, en 1970, Casa de las Américas
instituyó, por primera vez, el Premio Testimonio a un género
no canonizado hasta entonces, pero de innegable importancia social
y política, que proliferaría en los períodos
más conflictivos de la historia latinoamericana.
A través de
la modalidad testimonial es posible captar no sólo determinados
aspectos de la vida cultural, que no por sutiles resultan menos
importantes, sino también la manera en la que las grandes
estructuras de la sociedad son percibidas por ciertos individuos
quienes, al asumir carácter ejemplar, se convierten en representantes
de toda una comunidad. En el campo de la etnología, el relato
testimonial es un instrumento adecuado no sólo para reconstruir,
desde adentro, las culturas arcaicas y tradicionales, sino también
para investigar la crisis profunda de las identidades individuales,
propia de las sociedades industrializadas. Asimismo, para la sociología,
el testimonio es fuente de información tanto sobre ciertos
problemas específicos (niveles de pobreza, delincuencia,
vida en los barrios, relaciones domésticas) como sobre los
procesos de categorizaciones, cambios y movilidad social.
Gozne entre lo público
y lo privado, entre lo subjetivo y lo objetivo, entre lo individual
y lo colectivo, entre la realidad y la ficción, entre la
autobiografía y la biografía, entre el discurso histórico
y la narración literaria, entre el protagonismo y el anonimato,
entre la memoria y el olvido, el testimonio de vida -que suele recibir
también la denominación de relato biográfico,
secuencia biográfica, entrevista biográfica o etnotexto-
constituye una modalidad discursiva estrechamente ligada a la investigación
en el campo de las ciencias humanas. Aspecto clave de los recientes
estudios sobre la oralidad, no se anexa como un mero apéndice
(prescindible) a la historiografía tradicional, basada en
los documentos escritos, en el relato de las acciones sobresalientes
y de los avatares de las grandes instituciones, pero tampoco se
opone neciamente a ella. Por el contrario, las narraciones de vida,
con frecuencia transmitidas a un mediador quien, posteriormente,
se encargará de escribirlas y de publicarlas sin omitir su
propia identidad personal, se plantean como complementación
de las fuentes escriturales, como cotejo de subjetividades (la del
informante y la del mediador) y, por ende, como confrontación
de universos discursivos, de contextos existenciales.
El carácter
rectificador atribuido inicialmente a la historia oral ha sido poco
a poco relativizado y más justamente evaluado. Oponer la
versión oficial de la historiografía hegemónica,
la de los vencedores, a una supuesta historia de los vencidos -la
silenciada verdad de los que no tienen voz (pero que, sin embargo,
son oídos gracias a la intercesión casi mesiánica
del historiador/mediador)- resulta ya por demás insostenible,
pues, como señala Franco Ferrarotti, existen y se han
realizado versiones oficiales de hechos y de experiencias
también dentro de contra-poderes y de los movimientos extrainstitucionales,
no importan cuán fluido, espontáneo y libertario haya
sido el modo en que se han manifestado(1990: 22).
No obstante, la fascinación
que los relatos de vida ejercen en el receptor se basa fundamentalmente
en el placer que se experimenta al encontrar en el relato transcodificado
la propia especularización, al recuperar una memoria común
inscripta en el imaginario colectivo, al confirmar suposiciones
y expectativas, al escuchar (leer) lo sabido, lo conocido, al cerciorarse
de los cambios de la historia y de sus efectos modificadores.
Este creciente interés
por los relatos de vida en el área de las ciencias sociales
operó como un indudable estímulo para la creación
artística. La producción de discursos autobiográficos
y de textos críticos sobre los mismos no sólo se intensificó
de manera notable, especialmente a lo largo de las últimas
décadas, en el ámbito canónico de la literatura
(biografías noveladas, novelas biográficas, novelas
no-ficcionales y sus múltiples variantes y combinaciones),
del cine y de ciertos programas televisivos que borran las fronteras
entre lo público y lo privado (como los talk y reality shows).
Las experimentaciones recientes con la refuncionalización
y estetización de los relatos biográficos y autobiográficos
involucran también expresiones artísticas, géneros
y lenguajes tradicionalmente no vinculados al relato de vida, como
la danza, la canción popular e inclusive las artes plásticas.
El auge de las narrativas
autorreferenciales se extendió también al campo teatral
a comienzos de los años 70. Desde entonces, el relato de
vida se adecuó a las diferentes modalidades escénicas
e, inclusive, a las peculiaridades ideológicas de sus realizadores.
No obstante esta singular ductilidad estética, el teatro
autobiográfico plantea problemas teóricos sobre los
que es necesario reflexionar.
La transcripción
de un testimonio es, en todos los casos, la escritura de una lectura,
una mirada crítica que decanta y transcodifica, una forma
de reinvención generada por la interpretación del
mediador. Sin forzar demasiado las analogías, podría
decirse que, de igual modo, toda puesta en escena es el resultado
de la lectura que los responsables de su realización (director,
actores, escenógrafos, músicos, iluminadores, diseñadores
de vestuario y maquillaje) hacen del texto dramático, en
tanto pretexto.
Más allá
de las circunstancias que rodean la relación interpersonal
entre los interlocutores y de los presupuestos ideológicos
asumidos por cada uno de ellos, sólo es posible acceder al
testimonio de vida que se recoge en una entrevista a través
de la transcripción resultante, cuyas estrategias distinguen
al género de otras modalidades biográficas similares.
Del mismo modo, el relato autobiográfico que conocemos a
través de su puesta en escena también supone específicos
procedimientos de enunciación.
El relato de ficción
no exige la identidad entre autor-narrador-personaje. Si la misma
se verifica como mera estrategia narrativa (pensemos en ciertos
relatos borgeanos), las informaciones exteriores que posee el lector
y, fundamentalmente, los paratextos (subtítulos que designan
el relato como novela, cuento o sus múltiples variantes)
señalan claramente el carácter ficticio de la autodiégesis.
Por el contrario, la autobiografía, el autorretrato, la memoria
y el diario íntimo tienden a plasmarse en la primera persona
singular y en la identidad entre autor/narrador/personaje, si bien
en algunos casos se indica expresamente que un escritor -muchas
veces, un periodista- ha dado forma literaria a la historia narrada.
El estilo es la marca
personal que agrega valor autorreferencial, confronta temporalidades
en tanto remite al yo actual, al momento de la escritura, e instala
la autobiografía en la intersección de dos modalidades
extremas: por un lado, el relato en tercera persona (para lo cual
sólo un dato exterior conocido por el lector le permitiría
atribuir al texto carácter autobiográfico); por otro
lado, el monólogo puro que, cercano a la ficción lírica,
acentúa más la problemática personal que los
acontecimientos narrados.
De hecho, en el campo
teatral, los cambios en la aceptación o el rechazo del monólogo
escénico fueron consecuencia directa de las concepciones
estéticas predominantes en el teatro occidental durante los
diferentes momentos de su historia. Sin embargo, aunque siempre
postergado en el interés de la crítica y la historiografía
teatrales, el monólogo fue y sigue siendo, por un lado, la
estrategia clave del trabajo solitario del actor de music-hall y
la modalidad más adecuada para que la alusión autobiográfica
se convierta en guiño cómplice entre escenario y espectadores;
por otro lado, el monólogo resulta también el procedimiento
más apto para el relato autobiográfico en el teatro
de representación.
El relato de vida testimonial
hace ostensible la función del mediador, que busca preservar,
transcribir y transmitir la voz del Otro, sin contar la propia vida
(como en la autobiografía) ni la ajena (como en la biografía),
ni inventar personajes o situaciones (como en la narración
ficcional). Sin embargo, comparte con la autobiografía y
la biografía el carácter referencial, ya que los tres
aportan datos sobre realidades exteriores y están, por lo
tanto, sometidas a pruebas de verificación (Lejeune, 1973).
El testimonio de vida
puede ser transcripto tanto como entrevista, es decir, con preguntas
y respuestas; como pretendida autobiografía en la que la
intermediación se disimula; o bien como resultado de un trabajo
de investigación, bajo la forma de relato en tercera persona.
Es importante recordar que el autorretrato es errático, discontinuo
y, sobre todo, descriptivo, porque no parte de un proyecto curricular
fuertemente centrado en el devenir cronológico, mientras
que tanto la autobiografía perteneciente al ámbito
de la literatura testimonial como la que se relata sobre un escenario
están moduladas por matrices eminentemente diegéticas,
ya que hacen del propio pasado su temática básica
y ponen especial énfasis en el balance y justificación
de aquellos acontecimientos que marcaron transformaciones radicales
en la vida del narrador. En este sentido, el relato de vida puede
asumir en el teatro formas diversas, las que rara vez se presentan
en estado puro. Inclusive lo descriptivo del autorretrato y lo narrativo
de la autobiografía pueden matizarse y enriquecer la contraposición
entre la persona real del actor y la personalidad de los personajes
que éste ha encarnado a lo largo de su trayectoria escénica
y que, sin duda, se tematizan en el relato.
La trascripción
de los testimonios orales puede incluir artificios lingüísticos
tendientes a la búsqueda de impacto estético, propio
de la convención literaria o, inversamente, indicar de manera
gráfica las marcas de la oralidad del narrador a través
de determinados procedimientos escriturales (puntos suspensivos,
dislocaciones sintácticas, errancias semánticas, reiteraciones,
disgresiones, léxico coloquial) para crear una ilusión
de máxima fidelidad con respecto a la enunciación
y reforzar así el requisito de autenticidad, propio del género.
Dicho requisito de autenticidad resulta necesario aunque no suficiente
para ser creíble: tampoco bastan los procedimientos retóricos
que tienden a acentuar el efecto dialógico entre el yo pasado
evocado y el yo presente del emisor que narra, ni la fragmentariedad
habitual en el esfuerzo de recuperación del pasado, que rechaza
el gesto monológico totalizador y que se modela en rupturas
y continuidades, en linealidades y cambios, en permanencias y evoluciones
para establecer la autenticidad del testimonio.
La institución
literaria (en la que se incluye la narración histórica)
exige, además, las declaraciones de principios de los autores-mediadores,
a fin de establecer claramente la posición asumida frente
a los materiales orales transcriptos. Los paratextos (títulos,
indicación del nombre del autor, notas al pie de página,
glosarios, apéndices) y los metatextos (prólogos,
escritos de solapas y contratapas, textos críticos referidos
el testimonio), convertidos ya en convenciones del género,
remiten al autor/transcriptor, al narrador/informante y a las circunstancias
contextuales de enunciación.
Los principios de verdad
(posibilidad de corroborar lo enunciado a través de la confrontación
con otros testimonios tenidos por verdaderos), de acto (acción
personal que devela al que narra y a lo narrado) y de identidad
(entre autor-narrador-personaje) son, según Elizabeth Bruss(1991),
los parámetros que definen la autobiografía literaria.
En el teatro de representación dichos parámetros se
resignifican: la pluralidad de enunciadores (inclusive en los casos
de puestas en escena sumamente despojadas de artificios visuales
y sonoros) hace que los principios de acto y de identidad, sin desaparecer
del todo, operen según una dinámica diferente.
Por otra parte, la
constitutiva duplicidad del signo escénico (al mismo tiempo
presencia y ausencia, verdad y no-verdad) reduce no sólo
la función orientadora de los para- y metatextos, sino también
el efecto de autenticidad de lo expresado sobre el escenario. Esta
ambigüedad propia del teatro de representación lleva
a Martine de Rougemont (1986), a sostener que, en nuestra época,
el yo de la parábasis sólo se legitima en los escenarios
de varieté; esto es, en el teatro de presentación.
En efecto, se trata de un género paradojal por excelencia
pues, si bien es el ámbito de ficcionalidad pura, de la instantaneidad,
de la fantasía antinaturalista, de la permanente metamorfosis,
de la ruptura espacio-temporal, al mismo tiempo se derriba la cuarta
pared y, por ende, se posibilita la anulación de la distancia
entre persona y personaje, y, por extensión, se propicia
la identificación entre platea y escenario.
La credibilidad y la
eficacia de un relato de vida no dependen de lo vivido sino, básicamente,
de su acuerdo con los modelos de la narración autobiográfica,
tanto en lo referente a su retórica como al verosímil
de lo narrado. El emisor y el receptor de un texto autobiográfico
fundan la competencia de sus respectivos roles en el entramado intertextual,
jerarquizado culturalmente. La presencia física de quien
cuenta su vida en los medios masivos de comunicación o sobre
un escenario complica la eficacia de la recepción del proyecto
autobiográfico. Como en el caso del lector, el espectador
común no suele tener la posibilidad de confrontar los datos
que se dan como autobiográficos con otros documentos tenidos
por verdaderos. Por cierto, las condiciones de enunciación
propia de la televisión y del teatro, junto con el imaginario
social, inciden en la validez del principio de verdad. De hecho,
resulta más creíble el testimonio de vida narrado
frente a las cámaras de televisión en un espacio considerado
periodístico, que si esa misma historia es relatada por la
misma persona desde un escenario a los espectadores presentes. Asimismo,
es más fácil considerar auténtica la autobiografía
contada por un individuo ajeno a la práctica escénica
que la narrada por un actor o actriz, siempre asociado a la impostura
que supone representar personajes teatrales.
Sobre la escena, todo
es (o parece) ficción. La credibilidad resulta, entonces,
una cuestión pragmática. A ello se agrega el hecho
de que la narración oral es la matriz productiva del relato
de vida escénico y, por ello, la refuncionalización
y resemantización teatral de los tres rasgos esenciales de
la autobiografía literaria actualizan la siempre vigente
desconfianza en la palabra, en la posibilidad de una representación
plena y perfecta del pensamiento sólo a través del
lenguaje verbal.
Frente a la permanencia
de la escritura que ilusioriamente parece darnos tiempo para corroborar
su veracidad, en teatro se narra con la voz y, ya se sabe, verba
volant. ¿Cómo narrar entonces para despejar dudas,
para que el principio de autenticidad no se resquebraje? La perimida
dicotomía texto/imagen se plantea nuevamente. Se miente
con la palabra, no con el cuerpo es el inaceptable precepto
repetido una y otra vez por los teatristas. De hecho, si en la vida
real abundan los gestos falaces, ¿por qué no habría
de verificarse lo mismo en escena cuando se cuenta la propia vida?;
¿es posible trasmitir los claroscuros de la historia personal
apoyándose casi exclusivamente en la corporalidad?; ¿los
lenguajes escénicos no verbales son capaces de transmitir
la riqueza de los matices, las sutilezas semánticas que encierran
los silencios y los sobreentendidos que comunica la palabra? En
síntesis, ¿los sistemas expresivos no verbales tienen
la misma capacidad diegética que las palabras?
La peculiaridad de
los procedimientos productivos señalados, fundantes de un
específico acuerdo de lectura, sumada al hecho de que, a
diferencia de la literatura de ficción, no consagra a su
autor y se legitima por la autenticidad y la ejemplaridad, determina
que el género testimonial sea considerado por muchos estudiosos
como una modalidad para-literaria o directamente periférica.
Algo similar sucede en el campo de la escena: parafraseando a ciertos
teóricos que sostienen que la autobiografía es el
arte de los que no son artistas, la novela de los que no novelistas,
podríamos preguntarnos siguiendo a la ya mencionada
Martine de Rougemont- si contar la propia vida en escena no es,
acaso, el teatro de los que no son dramaturgos. Cualquiera sea la
respuesta, tal cuestionamiento supone sin duda una excesiva rigidez
en la concepción de los cánones relativos a los aspectos
formales y semánticos que definen los géneros y las
convenciones específicas que los constituyen.
Contar la propia vida,
el propio destino único e irrepetible, adquiere, a modo de
hagiografía laica, valor de ejemplo; en ciertos casos claramente
contextualizables, se vuelve denuncia ante los abusos del poder,
reclamo por la violación a los derechos humanos, clamor frente
al silencio de la historia hegemónica. Contar la propia vida
es recuperar el pasado y proyectarlo en un acto consciente de convalidación
de identidad individual inscripta en el marco de una comunidad.
Ejemplaridad, reconocimiento
de identidad, imagen de sí mismo modelada por las palabras
que se comunican oralmente al interlocutor y que se transmiten (escritas)
al lector son las funciones esenciales de los relatos de vida, pero
no las únicas. Los testimonios buscan proveer información
valiosa tanto acerca de la significación que los acontecimientos
tuvieron en las personas y no sólo en las instituciones,
como sobre los verdaderos alcances de los roles familiares, sexuales
y sociales en la trama siempre compleja de la cotidianeidad. De
este modo, los relatos de vida con valor testimonial permiten el
estudio de aspectos poco conocidos de individuos o comunidades que
no dejaron documentada por escrito su participación en los
fenómenos culturales.
Relatar oralmente la
historia de la propia vida es operar una voluntaria selección
de los recuerdos que se quieren comunicar; a su vez, retranscribir
por escrito ese testimonio no sólo es realizar operaciones
de selección, montaje y reinvención de la historia
transmitida, las cuales -lejos de ser ingenuas- están condicionadas
por opciones ideológicas precisas, sino también es
poner en evidencia una actitud claramente optimista, y por ello,
profundamente política (Gliemmo, 1995), ante la capacidad
de la escritura de revelar verdades ocultas, de accionar sobre los
demás, de modificar la realidad.
La autobiografía
escénica, por su parte, no sólo remite a las ya mencionadas
y demasiado obvias oposiciones entre identidad estable y sujeto
fragmentado, verdad y ficción, persona y personaje, memoria
e introspección, ni a determinadas matrices de comportamientos
sociales que el discurso de los medios modela según su lógica
implacable. Contar la propia vida sobre el escenario es una forma
de reafirmar la identidad, de sentirse menos solo al saberse escuchado,
de confesarse para obtener de los demás el perdón
que no es posible otorgarse a sí mismo. El autor/actor que
narra su propia vida sobre el escenario está allí
para hablarnos de sí mismo; pero, en la impúdica y
ambigua teatralidad de ese gesto exhibicionista, está allí
para hablarnos también de otra cosa. Porque contar la propia
historia sobre el escenario es una forma de iconizar el drama de
la existencia humana, es poner en escena el flujo narrativo de la
vida que un único silencio detiene, el de la inefable experiencia
de la muerte.
BEATRIZ TRASTOY
es profesora y licenciada en Letras por la Facultad e Filosofía
y Letras de la UBA, en donde se desempeña como profesora
en las cátedras de Análisis y Crítica del Hecho
Teatral y de Historia del Teatro Latinoamericano y Argentino. Docente
e investigadora de teatro, ha sido becaria del CONICET y de los
gobiernos de Italia y Alemania y profesora invitada en la Universidad
de Köln (Alemania). Es autora de Los lenguajes no verbales
en el teatro argentino (EUDEBA,1997) y de numerosos artículos
sobre temas teatrales aparecidos en libros y publicaciones especializadas
del país y del exterior.
NOTA
[1] El presente trabajo sintetiza uno de los capìtulos de
la tesis de doctorado titulada Configuraciones de la memoria.
Los espectáculos de un solo intérprete en el teatro
argentino de los 80 y 90,que realicé en la Facultad
de Filosofía y Letras (UBA), bajo la dirección de
Osvaldo Pellettieri.
BIBLIOGRAFÍA
Bruss, Elizabeth,
Actos literarios, La autobiografía y sus problemas
teóricos. Estudios e investigación documental. Suplementos
Anthropos, n. 29, 1991; p. 62-79.
Ferrarotti, Franco,
La historia y lo cotidiano, Buenos Aires, Centro Editor de América
Latina, 1990.
Gliemmo, Graciela,El
género testimonial: la escritura como construcción
de identidades y ámbitos culturales, 1995 [mimeo].
Lejeune, Philippe,
Le pacte autobiographique, Poétique, n. 14, avril,
1973; p. 137-162.
Rougement, Martine
de, Notes sur le théâtre autobiographique,
AA.VV., Dramaturgies. Langages dramatiques. Mélanges pour
Jacques Scherer. Paris, Librairie A.G.Nizet, 1986; p. 113-119.
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